Opinión | Observatorio

Ricardo menéndez salmón

Levantar las alfombras

Levantar las alfombras

Levantar las alfombras / Fabio García

Tras la lectura de Las palabras y las cosas, de Michel Foucault, resulta imposible recusar determinadas imágenes. En su transparencia, ciertas representaciones se hallan demasiado cargadas de sentido como para no revelar mucho de lo que callan: las huellas de Neil Armstrong sobre la Luna; las desmembradas estatuas de Lenin en las viejas ciudades del sueño proletario; la fotografía del think tank del Pentágono mientras sus tropas de élite dan caza al malvado Gerónimo. En su diafanidad, en el relámpago que las atraviesa como un calambre que dibujara los ambiguos perfiles de la historia, aspiramos a descifrar la situación concreta que esas marcas ocultan, los valores que ofrecen como verdaderos y nos han transmitido, y solo en última instancia, enterrada bajo capas de significación, como su veta íntima y más secreta, la operación real que han procurado y de la cual no nos ofrecen otra cosa que una traducción simbólica: el Progreso, la Caída, el Talión.

Parece, pues, que las imágenes se bastaran por sí mismas. Que fueran la respuesta ante cualquier demanda. Que toda expectativa de sentido se viera satisfecha mediante su materialidad. Pero nos asalta la sospecha de que en ocasiones, sobre todo en lugares en los que lo sucedido ha llegado a saturar el propio nombre hasta desbordarlo, las imágenes no alcanzan a manifestar lo que su vocación proclama. Que en esos lugares donde se han cometido crímenes abominables, y que operan como una cadena ominosa de pozos sépticos del tiempo, encarnaciones sucesivas e inagotables del anus mundi, la épica de las imágenes precisa de la épica de las palabras, compañeras más tímidas, pero no menos exigentes y clarificadoras, que se solidifican y asientan en la escritura. Como si Auschwitz, Hiroshima o Ciudad Juárez fueran topónimos que solo pudieran ser aprehendidos mediante el doble expediente del mostrar y del decir.

El barranco de Babi Yar, en las afueras de Kiev, capital de Ucrania, es uno de esos depósitos de la infamia. En una de las matanzas más rápidas y eficaces nunca ejecutadas, 33.711 judíos fueron asesinados allí los días 29 y 30 de septiembre de 1941. Solo la masacre de Odesa, en octubre de ese año, y la Aktion Erntefest, en noviembre de 1943, la eliminación de los 43.000 judíos de Lublin que sobrevivían, se cobraron más víctimas del Holocausto en una decisión llevada a efecto mediante una única operación. A Babi Yar acudieron en abril de 2021 el novelista Jonathan Littell (Nueva York, 1967), autor de la inconmensurable Las benévolas, y el fotógrafo Antoine d’Agata (Marsella, 1961), uno de los grandes de Magnum para rastrear qué quedaba de Babi Yar y de su pesadilla, aunque pronto comprendieron que ya no había nada, o casi nada, que ver y, en consecuencia, nada, o casi nada, que contar. De modo que se dedicaron a tantear, a inventariar y a husmear entre monumentos, parques y estaciones de metro que redimensionaban Babi Yar y, al modo, de detectives incómodos, a exhumar una historia tan severa como porosa. No en vano, Un lugar inconveniente, el título del libro que nos convoca, podría ser el de diversas indagaciones en torno a los lugares donde la sevicia humana ("life is violent, so much more violent than anything I can do", dijo Francis Bacon, el capital pintor del cuerpo y de su demolición, referente reconocido por Littell como el intérprete por antonomasia del horror y de su representación) se contiene y manifiesta. Claro que a ambos les aguardaba un guiño inesperado de los acontecimientos.

La invasión rusa de febrero de 2022 reactivó los mapas de la violencia en Ucrania y lanzó a los investigadores a una segunda incursión sobre el terreno, esta vez en Bucha, ciudad mártir del óblast de Kiev, donde el diario Le Monde los envió. Una invitación tan huidiza como la primera, pues como sucediera en Babi Yar, al llegar a Bucha escritor y fotógrafo comprendieron que la acción ya había pasado y que de nuevo tocaba fatigar un territorio esquivo, hasta cierto punto cancelado por los propios supervivientes. Pero la paciencia, que acaso sea una de las formas más sublimes de la dignidad, y que en este libro en el que una exigencia ética, la de Littell, y una mirada sin fingimiento, la de D’Agata, se combinan para entregarnos un documento que provoca una conmoción inevitable, acabó por iluminar esas zonas de sombra (tanto Babi Yar como Bucha son Zonas en el sentido del Stalker de Andréi Tarkovski: lugares zombificados por el horror que esperan a su intérprete) y destilar en Un lugar inconveniente uno de esos precipitados a los que acudir para comprender qué somos, de dónde venimos y (quizá, solo quizá) intuir hacia dónde nos movemos.

Esa paciencia acaba por desplegar un relato visual, o una película narrada, como se prefiera, que nos instala en una profunda incomodidad, la de una memoria colectiva que prorroga las estancias de un continente, el nuestro, desbordado de sangre y abrumado por ideologías que lo situaron en el centro del damero geopolítico de la vergüenza durante muchas, demasiadas décadas, y que hoy, en la peripecia de un mundo en el que Europa se precipita hacia una insignificancia cada vez más acusada (uno se pregunta, sin asomo de ironía, qué pueden, por ejemplo, la belleza de Viena o la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión frente al imperialismo de Vladímir Putin o el pragmatismo indoasiático), revive no solo fenómenos que creía extintos (Bucha podría ser la Srebrenica de nuestros hijos) sino un clima de impaciencia social mezclado con una suerte de repliegue moral que pone entre paréntesis valores que creíamos intocables, como la fraternidad. Sin duda por ello Un lugar inconveniente se impone como una lectura tan desolada como necesaria. Pues nombra y muestra lo que nos obstinamos en ignorar. Como si la historia fuera una gigantesca alfombra que, puntualmente, cada generación levanta para esconder bajo su opulencia toda la suciedad que ha llegado a acumular.

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