Opinión | Reseteando

Pepe Alemán y los pequeños saltamontes

Me da la sensación de que el periodista se ha ido con la neura de tener la clarividencia absoluta sobre lo mal que está el mundo, pero sin saber bien cómo ponerle freno a tanto derrumbe

El periodista Pepe Alemán en noviembre de 2023.

El periodista Pepe Alemán en noviembre de 2023. / José Carlos Guerra

Sabiendo que eso no va a poder ser y que hasta dejó de ser desde que las máquinas de escribir callaron como ametralladoras de la palabra, volver a Pepe Alemán es darle por culo a Bezos, a Zuckerberg o a Musk, nuevos patriarcas de esta aldea global que acabará quemando los fusibles de las redacciones de los periódicos. Imposible creer que un robot atrape el aura de sus dos folios de vellón de aquel A modo de ver y manera y se fume a Máximo Derechoso, y que luego vaya a Farray a discutir hasta las tantas con Manolo Padorno, y que finalmente coja su jeep para subir a Tafira tras ir con el poeta a merodear por los cercados de la finca. Pero nada es imposible, como demuestra la inminente toma de posesión de Donald Trump.

A Pepe Alemán lo conocí en dos escenarios bien apartados: el primera fue durante la adolescencia periodística, cuando a uno le carcomen cientos de interrogantes primaverales y agradece en el alma una voz sabia que le ayude a levantarse cada vez que cae en el tráfago diario de la noticia. El segundo, tiene que ver con su etapa empresarial dedicada al asesoramiento y comunicación en el ámbito político. Me pareció una opción a respetar, aunque sería una marca en el suelo: no llevé bien las críticas por su cercanía a las debilidades del poder. Una vez se desgajó volví al trato natural, sin rumiar oscuridades.

Siempre que lo nostálgico aparece hago terapia con Julio Camba y su testimonio sobre el periodismo, pero también me podrían valer Rafael Cansino Assens o el mismo Alonso Quesada, exquisitos ejemplares entre las procelosas mareas del oficio. Ahora mismo son la prehistoria de aquellos cierres de edición a altas horas de la madrugada, de covachas llenas de escritores, de regentes que reclaman el último original a una tertulia atestada de tazas de café y licores, de encontronazos y gestos duros bajo bombillas amarillas, de emociones y gatillazos ante una primera página, de la pisada del colega, de la exclusiva guardada como oro en paño que se confirma como tal o que deviene en certera traición por la fuente conversa... Con estos nombres propios, también con Vargas Llosa y su El pez en el agua, se digieren esas transformaciones periodísticas interminables entre las que navegamos con remos de plomo y enterrando a bienhechores.

En Canarias el sumidero de la sociedad civil cada día aumenta más de diámetro. Sin ir más lejos, a Pepe Alemán le tocó el Premio Canarias después de algún que otro mequetrefe. Sólo me atrevería a citar a Salvador Sagaseta si me pidiesen alguna firma que lo igualase a la hora de conectar con la sociedad. Y lo hizo sin un plan premeditado, sin afán doctoral, con la orfebrería del que conoce la preocupación colectiva y sin olvidar de que en toda política pueden más las bajas y bajísimas pasiones que las natillas de futuro. Llevó consigo, como faltriquera, La quimera del islo, título de su novela, pero también trastienda de su obsesión por la diferencia del canario nunca explicado y por ello expuesto a ser penetrado en su soñarrera sin miramientos.

¿Existió realmente el sanedrín de Vegueta? Ese supuesto consejo supremo y el Don Pepito de El Día anticanarión fortificaron el tardopleito insular, los polos opuestos que pugnaban por obtener mejores posiciones. Pepe Alemán buceo en este endemismo a través de unas columnas cargadas de una ironía terruñera que acaparó lectores y que lo convirtió, a la postre, en el periodista mejor pagado de Canarias. El primero con un estatus lo más parecido al de escritor asociado. Y además, se sentaba con los jóvenes fogosos de LA PROVINCIA, tanto para dar vainazos como para descifrarnos el territorio apache en que nos adentrábamos. ¿Se podía pedir más?

Me da la sensación de que Pepe Alemán se ha ido con la neura de tener la clarividencia absoluta sobre lo mal que está el mundo, pero sin saber bien cómo ponerle freno a tanto derrumbe. Un padecer que no disfruta en solitario. Ya dijo Francisco Jarauta en este diario que «vivimos entre la ansiedad y la perplejidad». Busquemos el consuelo en lo tiempos heroicos, cuando los pequeños saltamontes eran insaciables insectos recolectores. O nada más y nada menos que periodistas en la hora cero. Una responsabilidad para poner bajo palio, sobre todo ahora.

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