Opinión
Las Palmas de Gran Canaria: soy una ciudad triste
Soy una urbe venida a menos donde la inseguridad se multiplica como acontece en la deprimida Vegueta o la decrépita Triana

Una familia pasea por la calle Triana de la capital grancanaria. / LP / DLP
Ya no soy la que era. He cambiado a cada segundo y, por desgracia, a peor, mucho peor. Soy la ciudad que un día fue y que valía la pena disfrutar con seguridad. La que crecía con el bullicio de las plazas y los niños, con el sonido de los saludos entre vecinos, con la confianza de quienes sabían que al otro lado de la puerta siempre habría una mano amiga dispuesta a todo. Pero he cambiado. Y la catarsis me ha convertido en un espacio impersonal, un lugar donde el tiempo corre demasiado rápido y las miradas se desvanecen antes de cruzarse. Miradas esquivas hacia la nada.
Mis calles, repletas de suciedad, pobreza e inmigrantes sin futuro, ya no son testigos de charlas pausadas ni de juegos infantiles. Maldita tecnología que consume neuronas a golpe de pulgar.
Soy una ciudad venida a menos y, últimamente amenazada por el miedo. La inseguridad se multiplica a cada paso y caminar por algunos barrios es peligroso como acontece en la deprimida Vegueta o la decrépita Triana. La concentración de centros de inmigrantes y comedores sociales en la zona no ayuda. Ojo, no soy una ciudad facha o insolidaria, no te confundas. Tan solo te explico la realidad de la urbe con un exceso de basura, pedigüeños y miles de desplazados en búsqueda de una vida mejor, a la espera que los políticos aprueben un reparto equitativo de una carga social que es insoportable.
Soy una ciudad donde los pisos turísticos son un goteo constante y donde los precios para alquilar o comprar son más que leoninos. Ciudad con prisas, de rostros enganchados a sus móviles, que eluden todo contacto. Ya ni el "buenos días" resuena en mis calles; como si la cortesía fuera un yugo que nadie quiere llevar. Me miro en los charcos de la lluvia y no me reconozco. Antes me definían mis rincones únicos, los pequeños comercios donde la historia de cada familia quedaba escrita en la madera del mostrador, en el olor del pan recién horneado, en las voces de los tenderos que conocían a sus clientes por su nombre y hasta fiaban la compra. Ahora, me han malvestido de uniformidad. Me han impuesto, a base de talonario, las mismas franquicias, los mismos escaparates, los mismos locales que podrían estar en cualquier otra parte o en ninguna.
Soy una ciudad que he perdido mi esencia. Me parezco a todas. He dejado de ser el refugio de la memoria, de los cálidos lazos que se tejían entre iguales. Ojalá algún día alguien me mire en un charco y vuelva a reconocerme. No pierdo la esperanza aunque, de momento, soy una ciudad triste.
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