Opinión | El Malecón
Qué mal conspiran los árbitros

El árbitro Alejandro Muñiz Ruiz, en el Espanyol - Real Madrid. / Valentí Enrich
Los descréditos arbitrales son tan infecciosos como los descabellados berrinches del Real Madrid. El consorcio de los colegiados, los de corto y los colegas atrincherados en ese camarote arrebozado del VAR, se ha ganado a pulso la falta de indulgencia con el colectivo. Nunca hubo mucha, porque el árbitro siempre fue la diana predilecta del sector futbolero. Pero antes del maldito gran hermano una coletilla les amnistiaba de alguna manera: qué difícil es arbitrar en un deporte con reglas tan interpretativas y decisiones instantáneas. Ocurre que el dichoso VAR solo ha traído mayores embrollos, un corporativismo irritante y, por supuesto, una jugosa prima económica para lo que hoy es un escuadrón arbitral.
Hay jueces por todos los sitios, un sindiós. Y cada cual opera como le viene en gana sin mayores explicaciones. Hoy es mano porque sí, mañana porque no y la semana que viene ya veremos. Los futbolistas requieren con urgencia un cortauñas bien afilado para no caer en fuera de juego. Y un mismo árbitro, por ejemplo Alejandro Muñiz Ruiz, puede expulsar a Hansi Flick en el Villamarín “por gesticular protestando” sus decisiones y no condenar con tarjeta roja al espanyolista Romero por patear con alevosía un gemelo de Mbappé. Cada criterio, según la ventolera de turno. Todo antojo es posible. Incluso certificar por escrito una trola, porque Romero no disputaba el balón, como se reflejó en el acta. Y resulta inexplicable que nadie del camarote pidiera al colegiado de Cornellà que repasara el vídeo.
Por llamativa que fuera la tarascada a Mbappé, máxime con el Madrid por el medio, no ha sido ni será la única jugada que merezca el grito en el cielo. Desde el comité apenas se explica nada, ellos se lo guisan a base de circulares de consumo interno, lo que despista aún más al personal. El VAR, que para este columnista solo debería existir como ojo del halcón para el gol, ha desnaturalizado la esencia del juego, pocas normas sabidas por todos desde la cuna. Y hace tiempo que se pasaron por el forro su credo inicial: solo para errores flagrantes. Ni en eso se han puesto de acuerdo.
Con todo, las tachas arbitrales no justifican el solipsismo del Real Madrid, decidido a embarrar la competición mientras siembra graves sospechas de adulteración y corrupción. Como cualquier otro club, solo faltaría, tiene tanto derecho a protestar como sus adversarios. Si considera que el sistema precisa una reforma debiera plantear cuáles serían las líneas a seguir. Nadie tiene tanto altavoz como el Madrid, con lo que podría abrir el debate para consensuar un mejor modelo, más transparente y con mayor unificación de criterios. El gravísimo “caso Negreira” no le vale como coartada. Hostigar al gremio arbitral a través de su canal de televisión y alegar ante los dirigentes federativos una conchabanza en su contra -como indiscretamente confirmó el presidente Louzán- solo alimenta una crispación innecesaria. Lo primero que debió hacer el Madrid es descarrilar a un Espanyol que le recibió en descenso.
De la pataleta madridista se desprende una conspiración en su contra. De ser así, ¿cómo es posible que hace un curso ganara la Liga con prácticamente los mismos árbitros? ¿Cómo es posible que en esta campaña vaya líder y ya sea semifinalista de Copa? ¿Cómo es posible que no le hayan señalado un penalti en contra? ¿Cómo es posible que, sin ir más lejos, Lunin no cargara con el penalti al celtista Swedberg, o los trencillas se arruguen tanto ante las reiteradas protestas de Vinicius? Dar la razón al Madrid solo sería posible si se conviene que los árbitros son malos hasta para conspirar.
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