Opinión | Observatorio

Cuestión de confianza y debates parlamentarios

Se pretende que en el Congreso se vote una mera petición para que el propio Jefe del Ejecutivo valore la oportunidad de presentar una cuestión de confianza

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su comparecencia para dar cuenta del decreto social aprobado en el Consejo de Ministros.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su comparecencia para dar cuenta del decreto social aprobado en el Consejo de Ministros. / José Luis Roca

Desde hace varias semanas se ha venido trasladando a través de los medios de comunicación la pretensión del partido político «Junts per Catalunya» de que se vote en el Congreso de los Diputados el sometimiento a una cuestión de confianza por parte del Presidente del Gobierno de España. Para entender de qué se está hablando, procede explicar algunos conceptos previos. En primer lugar, dentro de un sistema parlamentario como se supone que es el nuestro, el Ejecutivo se asienta sobre el respaldo y la confianza que previamente le ha otorgado el Parlamento. La ciudadanía no elige ni al Presidente ni a su Gobierno, pese a la generalizada, errónea y tozuda idea de que en el proceso electoral se lleva a cabo dicha selección. Por el contrario, en las Elecciones Generales se designan diputados y senadores y, a posteriori, serán esos diputados quienes elijan al líder del Ejecutivo. A partir de ahí, se supone que ese Gobierno deberá contar con el respaldo de la Cámara legislativa durante toda la legislatura.

Existen dos fórmulas previstas en la Constitución por las que se pone a prueba que dicho respaldo se mantiene: la moción de censura y la cuestión de confianza. Las principales diferencias entre ambas son las siguientes:

La moción de censura parte del Congreso de los Diputados, es decir, la presenta e impulsa al menos una décima parte de sus miembros, proponiendo desde ese momento un candidato alternativo a la Presidencia y necesitando de mayoría absoluta para que salga adelante, cesando automáticamente el anterior Gobierno y siendo nombrado el candidato propuesto en la moción, si finalmente prospera.

En la cuestión de confianza, por el contrario, es el propio Presidente del Gobierno quien cuenta con la iniciativa de su presentación. La decisión de plantearla pertenece a su exclusiva competencia. De no lograr una mayoría simple de apoyos en el Congreso tiene que dimitir, debiendo ponerse en marcha el mecanismo para la designación de un nuevo Presidente.

Inicialmente, Junts per Catalunya registró el pasado 9 de diciembre en la Cámara Baja una Proposición No de Ley para reclamar una cuestión de confianza a Pedro Sánchez. Planteada en esos términos, la iniciativa contradecía frontalmente la regulación contenida en la Constitución, dado que el Congreso en modo alguno puede obligar al Presidente del Gobierno a presentar una cuestión de confianza. Lo que puede hacer es presentar una moción de censura, pero no exigir que el Gobierno registre en el Congreso la tramitación de una cuestión de confianza, al estar previsto legalmente que se trata una decisión propia y libre del Jefe del Ejecutivo, sin que se le pueda obligar a actuar en contra de su voluntad.

La negativa a que se tramitara tal propuesta en dichos términos, unida al hecho de que el Ejecutivo se apoya en los diputados de Junts para aprobar en las Cortes Generales sus iniciativas gubernamentales, ha derivado en una variación del texto presentado por la formación catalana. Con ese cambio se ha disfrazado o maquillado ligeramente la idea original, y ahora se presenta como un mero debate político sin consecuencia jurídica alguna. Dicho de otro modo, se pretende que en el Pleno del Congreso se vote una mera petición para que el propio Jefe del Ejecutivo valore la oportunidad de presentar una cuestión de confianza que sólo él puede acordar.

Ahora se defiende políticamente el cambio sobre la premisa de que, en democracia, no existe problema por debatir sobre cualquier asunto y que se trata de un ejercicio de libertad. Formulada en semejantes términos, la afirmación se torna irrefutable. Sin embargo, nos sitúa ante una visión manipulada y distorsionada de la realidad. Hablar y confrontar sobre temas de interés, controvertidos o, incluso, polémicos, se considera, en efecto, consustancial con una democracia, y acredita la buena salud y la madurez de un sistema que se autodefine como democrático. Cuestión bien distinta supone tramitar en una institución oficial iniciativas para acordar sobre materias acerca de las que, a sabiendas, se carece de competencia. En este caso, y por ser lo más benévolo posible, se estaría ante una pugna dialéctica sin efecto jurídico alguno pero, siendo más riguroso, se podría estar cometiendo un fraude de ley, al pretender una alteración de las reglas del juego establecidas.

Por mucho que la libertad de expresión, el pluralismo político y el modelo democrático se asienten sobre la libre difusión de ideas y propuestas, una cosa es debatir y otra, votar en una institución una norma o un acuerdo. En el primer supuesto, nos encontramos en un campo de actuación casi ilimitado. En el segundo, ese campo se halla delimitado por las competencias del órgano que vota y tramita la iniciativa.

En definitiva, y al margen de las virtudes de una libre discusión sobre los temas más diversos, no es correcto que el Parlamento de la Nación vote sobre la regulación de las competencias que le corresponde a una Comunidad Autónoma, de la misma forma que una Asamblea Autonómica no puede sobre lo que es competencia de las Cortes Generales. Existe una regulación que establece claramente las competencias de cada órgano, que son las que determinan los asuntos a tratar y a votar por sus miembros. Si, por el contrario, se abre la puerta a que una institución no competente vote, instando a la competente a obrar en contra de sus deseos, se generará, además de un mayor número de conflictos y un nivel superior de polarización, más incertidumbre sobre el ya de por sí complejo laberinto competencial de nuestro país.

A la vista de la actual deriva política e institucional, muy degenerada en cuanto a las formas, y asumiendo un insólito muestrario de realidades, impensables hace apenas unos años, ya no sé si en el futuro asistiremos, por poner un ejemplo, a votaciones en las que se pretenda decidir cómo deben dictar los jueces sus sentencias. Porque, admitiendo sin fisuras que la libertad para opinar y debatir resulta conveniente, sana e imprescindible, no cabe confundirla con tramitar, decidir y votar, porque no son lo mismo. Ni siquiera en una Democracia.

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