Opinión | El lápiz de la luna
Las cosas que pasan en este mundo
El narcotráfico va a existir siempre, no soy tan ingenua. Lo que me cabrea es que se sepa quiénes son los camellos y se haga la vista gorda

Villa en El Salobre donde sucedió el secuestro. / Andrés Cruz / LPR
El tiempo está ventoso, el aire frío, el cielo azul y el sol abigarrado no calienta, pero ilumina. Salgo a la calle y me siento tremendamente agradecida. Me gusta donde vivo. Me atrae ver las caras conocidas, desde los muchachos que regentan el bazar en el que compro el periódico hasta Manuela y su cafetería o los parroquianos que guardan el fuerte. Además, la primavera y el cambio de hora se abren paso para llenar de colores nuestras vidas. Pocas veces reduce una la marcha a la que circula en su día a día.
Sin embargo, cuando nos bajamos de la rueda de hámster en la que a veces nos quedamos atrapados y miramos a nuestro alrededor, oye, con qué poco podemos sentirnos afortunados. Supongo que surte efecto esto de vivir el momento presente, del mindfulness y de conectar con uno mismo. Imperturbables. En cambio, los seres humanos no somos imperturbables. Basta un sonido, una imagen, un olor o la lectura de una noticia para que algo se nos mueva por dentro. En mi caso todo iba bien.
El café de siempre: largo, solo y con una gotita imperceptible de leche condensada. La mesa de siempre en el lugar de siempre. La compañía de siempre y la prensa de siempre. Si alguien quisiera raptarme lo tendría muy fácil. Ah, de eso es de lo que trata este artículo. De raptos. De cómo, a pesar de mi intento yóguico de mantenerme en el aquí y ahora, las cosas que pasan en este mundo ponen a prueba mi imperturbabilidad. En la portada del periódico y en dos páginas en el interior hablan del secuestro de la familia de alguien a quien califican de «mayor narco de la isla». Un ajuste de cuentas o algo así.
La vaina es que unos mafiosos de una banda contraria a la del narco raptan a su familia porque este, dicen, les había robado un alijo de 500 kilos de cocaína, veinticinco millones de euros en la calle. Cuando escribo esto ya la familia de este modélico empresario ha sido liberada. Me da risa que se sepa que este muchacho es el mayor traficante de droga en la isla, así lo decía la noticia, y que no esté en la cárcel.
A lo mejor es porque, según la policía, el tipo es la víctima de todo este entramado de serie de Netflix, porque lo han cogido como cabeza de turco. Pobre. Qué duro tiene que resultarle ser considerado el capo de la coca y a la vez que la banda contraria le haga tonto. Pobre. Nada que no solucione un bañito en la piscina de su lujosa casa y un paseo en el Audi Q3. En fin. Quiero pensar que una vez que su familia ha sido puesta en libertad, la policía investigará los tejemanejes del narco, porque, vamos, dime con quién andas y te diré quién eres. Cuando el río suena, agua lleva. Crea fama y échate a dormir.
En resumen, que el muchacho no es un santo y parece que sus andanzas son un secreto a voces. Los investigadores peinaron las zonas donde se mueve la droga preocupados por posibles altercados entre clanes. Si no existiera gente como el capo no habría zonas en las que se moviera la droga, ni tantas personas enganchadas (esas sí son las víctimas), igual que en los noventa, durmiendo en portales y bancos de la ciudad.
Y sí, ya sé, ya sé, el narcotráfico va a existir siempre, no soy tan ingenua. Lo que me cabrea es que se sepa quiénes son los camellos y se haga la vista gorda. Pero que muy gorda. Ya ven, debo seguir poniendo en práctica esto de la imperturbabilidad, porque con poquito me salta la mecha. Aun así, salgo a la calle y me siento tremendamente agradecida. Me gusta donde vivo. Me atrae ver las caras conocidas y todo eso que les conté al principio (!).
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