Opinión | Un carrusel vacío
Marina casado
Los premios no lo son todo

Los premios no lo son todo / La Provincia
Supe de la existencia de Anora tras la gala de los Oscar, cuando se llevó varios galardones: mejor película, dirección, montaje y guion original para el director, el estadounidense Sam Baker, y mejor actriz protagonista para Mikey Madison. Fue una verdadera sorpresa descubrir que la película más premiada era la única que yo no conocía. Y no me considero una persona ajena a la actualidad cinematográfica, precisamente.
El argumento pintaba bien: crítica social y una especie de vuelta de tuerca a aquella noventera Pretty Woman, que es una de las películas que peor ha envejecido de las últimas décadas. Recordemos: la historia de una prostituta que es rescatada de su triste vida por un millonario rico, guapo y enamoradísimo de ella. El hombre poderoso que salva a la mujer desgraciada y la convierte en una suerte de elegante modelo. Contada así, parece una verdadera aberración; pero confieso que, a mí, más allá de cuestiones éticas y morales, me gusta. Sobre todo, con la famosa banda sonora de Roy Orbison.
Esperaba una actualización del clásico: algo más acorde con nuestra actual sociedad. Mis expectativas, tras tantas buenas críticas, eran altas. Así que decidí verla en una plataforma.
Me llevé una gran decepción: se trata de una película mediocre. La primera parte, que es la más entretenida, refleja la forma de vida de una bailarina stripper que es contratada por un niñato de veintiuno, hijo de un millonario ruso, para ser su novia durante una semana. Esta primera parte me transmitió tristeza e impotencia; teniendo en cuenta, además, que no resulta descabellado pensar que esas cosas suceden en la realidad. Iván, el rusito, le pide matrimonio a Anora en Las Vegas para conseguir la nacionalidad estadounidense, y ella acepta.
A partir de cierto momento, sin embargo, la película da un giro cuando los secuaces del padre de Iván –no me llega a quedar claro si son sus abogados, sus matones o ambas cosas– se presentan en la mansión de los recién casados con el objetivo de anular el matrimonio. Iván se da a la fuga y los matones, llevando consigo a Anora, inician una búsqueda por toda la ciudad. La verdad es que, para entonces, tenía la impresión de estar viendo una especie de El peque se va de marcha: situaciones absurdas y estiradas por encima del límite y golpes de humor que, en el caso de Anora, no comprendía. La película termina con un batiburrillo en el que intervienen los “esposos”, los padres de Iván y los gorilas. ¿Crítica social? Sí que la hay; sobre todo, en la primera parte; pero sobra metraje y falta reflexión. El humor, como digo, no funciona, y los actores no son ninguna maravilla. Me recordó bastante, en la estructura –inicio con crítica social que mantiene las expectativas, mediocridad al llegar al nudo y desenlace caótico– a aquella coreana tan premiada, considerada por la crítica la mejor película de 2019: Parásitos, de Boon Joon-ho.
Esto da pie a pensar que los premios no lo son todo; tampoco en el ámbito cinematográfico. Por ejemplo, sin irnos muy lejos, hay que recordar que Oppenheimer, de Christopher Nolan, se llevó el Oscar a mejor película el año pasado, y todavía estoy pensando qué virtudes se le pueden atribuir.
La primera vez que me aburrí en el cine fue hace muchos años, cuando fui con mis padres a ver El aviador, de Scorsese, que recrea la biografía de Howard Hughes. Otra que ostenta cinco estatuillas, por cierto –pero bastante mejor que Anora–. No es que sea mala, pero se hace lenta y larguísima. La décima vez que el protagonista repitió aquello de “El camino al futuro”, recuerdo que me puse a analizar el sistema de proyección: el foco de luz que llegaba hasta la pantalla y dejaba motitas de polvo en el aire. En aquel entonces, tenía catorce años; puede que ahora, de adulta, la valorase más. No obstante, Scorsese suele caer en ese error: el de alargar la película mucho más de lo necesario; y, encima, eso empaña otros puntos fuertes, como las geniales interpretaciones o la acertadísima ambientación.
Pero El aviador fue entretenidísima si la comparo con la peor experiencia cinematográfica de mi vida: Buried (Enterrado), de Rodrigo Cortés, estrenada en 2010. Mis padres habían oído muy buenas críticas sobre ella –no en vano se llevó tres Goyas a mejor película, mejor director y mejor actor protagonista–. Cuando los créditos iniciales me revelaron que solo aparecía un actor en todo el largometraje, imaginé lo que me esperaba, aunque me quedé corta: más de noventa minutos centrados en un hombre encerrado dentro de un féretro. Vencí la tentación de irme a casa.
Definitivamente, tampoco en el cine los premios lo son todo.
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