Opinión | Isla Martinica
Un rey para el nuevo año

El rey Felipe VI durante la visita a una falla de Torrent. / LEVANTE-EMV
El 28 de octubre murieron en trágicas circunstancias más de doscientos españoles, pero, por contra, nació un rey. Lo uno es tan importante como lo otro, además lo primero provocó lo segundo. En un tiempo ya pasado, el padre del ahora rey pasó también por algo similar, aunque, afortunadamente, no tuvo que fallecer ningún compatriota para que se produjese el advenimiento. Todos desearíamos que, para que haya una majestad en esta España nuestra, no hubiera de suceder una desgracia en el país, si bien, hasta la fecha, ha sido así. Es la España de las dos caras, la de siempre, la del bien y del mal, la de Abel y Caín, y no pueden funcionar la una sin la alternante, como la machadiana, a riesgo de la consunción.
La proclamación del nuevo rey, al contrario de los habituales fastos de latitudes más al norte, tuvo lugar sobre el mismo barro y entre vivas muestras de indignación para luego acoger al soberano como si fuese un hermano mayor. Fue una dura prueba de honor y de valentía, cual ordalía, de la que salió airoso y con un aura que ha ido creciendo al son de la algarada. Es de recordar que Felipe VI acudió a Paiporta, acompañado de las altas instancias del gobierno local y nacional, como quien va al paseo por la Gran Vía de Madrid, aunque sólo él supo ganarse a un pueblo a golpe de empellones, insultos y lanzamiento de todo tipo de objetos. Mantuvo el temple, tanto como la compostura y la dignidad de un soberano largamente curtido en el conflicto, y así se lo premiaron los afectados por la gota fría. La cordialidad de la que hizo gala, el paciente consejo a las airadas víctimas, más que próximas a la sublevación, y el sentido abrazo a cuantos se le acercaron confirmaron que hay Jefe de Estado para rato.
Se ganó el respeto de una comunidad devastada y, por extensión, el reconocimiento y aplauso de una nación, que nunca había dejado de ser la suya, pero con lo vivido en aquel momento experimentó una situación parecida a la del padre en una fecha histórica, la del 23 de febrero de 1981, cuando los españoles estábamos en ascuas por la posibilidad de perder la democracia recién estrenada. Bien es verdad que Felipe VI no pudo evitar el ahogamiento de cientos de españoles ni la consecuente desesperación de miles de familias en las márgenes del Barranco del Poyo, pero, igualmente, nadó con suma elegancia entre aquellos que únicamente demandaban un poquito más que comprensión del cortejo de autoridades desplazado a Valencia. Ni los cuerpos de seguridad, avezados en tumultos y complicaciones diversas, estuvieron a la altura de una dignidad que ya queda para los anales de la historia.
Como casi siempre, cuando algo sube, normalmente se produce un efecto de idéntica intensidad en sentido contrario. Quienes cayeron hasta la ignominia, dejando en evidencia a la clase política, fueron los representantes de las instituciones garantes de los servicios y derechos de los afectados que, si por algo se distinguieron, fue, justamente, por la ausencia de tales garantías. Particulares dianas de las invectivas de las gentes del lugar, uno de ellos, el más cobarde y rastrero, puso los pies en polvorosa y, para hacer menos ostensible su desaire, denunció por agresión a los que habían dejado clara su incompetencia y deslealtad con el pueblo, mientras que un segundo, apellidado Mazón, buscó cobijo en el corpachón de un rey tan grande y alto como él bajo y miserable. En fin, toda una lección de historia en vivo y en directo.
A partir de finales de octubre, Felipe VI hizo olvidar, definitivamente, a su padre y alcanzó el reinado por méritos propios. A buen seguro, tras la intentona de Tejero, hubo muchos artículos sobre la figura de Juan Carlos I, todos ellos de tono elogioso, pero lo de su hijo es muy diferente, puesto que el vástago ha superado de largo al emérito y abierto un nuevo capítulo en la historia de España cuyo epígrafe no puede ser menos elocuente: del barro a la gloria en apenas un instante.
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