Opinión | Observatorio
darío villanueva
‘Romani ite domum’

‘Romani ite domum’
Esta frase habría fungido como origen del Yankees, go home si no perteneciese a una ficción, la película de los Monty Python La vida de Brian, donde un centurión la hace repetir sobre los muros del palacio de Pilatos al protagonista, que quiere hacer méritos ante el Frente Popular de Judea pero que ha maltratado la gramática escribiendo Romanes eunt domus.
Tal y como se va marcando el paso desde la Casa Blanca, a esta proclama antiyanqui le espera larga vida por doquier. No en todo el mundo, porque hay barruntos de que algunas novelas distópicas de nuevo habrán dado en el clavo. Así, George Orwell presentaba ya, en 1984, un universo tripolar: Oceanía, la potencia formada por las Islas británicas, toda América, Australia y Nueva Zelanda y el sur de África; Eurasia, suma de la Unión Soviética y la Europa continental, y Asia Oriental con China, Japón y Corea.
Donald Trump está reactivando la doctrina Monroe, que el presidente así apellidado formuló con suficiente antelación como para afrontar en 1898 la definitiva derrota del imperio español y la consolidación de su nuevo liderazgo. Y en 1904, el conocido como corolario Roosevelt, consagró lo que ahora se está de nuevo aplicando, la política del big stick (gran garrote), que justifica la intervención por la fuerza allí donde los intereses del Tío Sam lo demanden.
Pero de aquel filme todos recordamos otra escena que viene al caso. El líder del Frente Popular hace una pregunta retórica: "¿Qué han hecho los romanos por nosotros?". Pero varios de sus correligionarios no la toman como tal, y responden con hechos: el acueducto, las vías, el alcantarillado, los baños públicos, la enseñanza, el vino, los riegos, el orden público… Basilio Losada, que fue en vida un trotamundos, nos repetía que desde su jubilación había decidido no viajar a ningún lugar en el que no hubiesen estado antes los romanos.
Tras la llamada de atención que hizo el martiniqués Frantz Omar Fanon en 1961 con Les damnés de la terre (Los condenados de la tierra), donde analiza la psicopatología de colonización cuya única catarsis posible vendría de la rebelión. Edward Said hizo, en 1979, otra aportación decisiva al poscolonialismo con Orientalism. Said reconoce lo mucho que le debe a Michael Foucault, y para definir el orientalismo utiliza la noción de discurso expuesta en La arqueología del saber y Vigilar y castigar. Discurso mediante el que Occidente pretende manipular, e incluso dirigir, a Oriente "desde el punto de vista político, sociológico, militar, ideológico, científico e imaginario a partir de periodo posterior a la Ilustración". Imponiendo por este medio la racionalidad moderna eurocéntrica. Es de notar, por el contrario, que, sin menoscabo de su mensaje revolucionario y frentista, Fanon preconizaba que los pueblos colonizados se reintegrasen en un humanismo universal, por así decirlo refundado, que tuviera en cuenta las diferencias y las variantes étnicas, raciales y culturales de lo humano.
Entramos en el terreno de las leyendas negras proyectadas sobre las colonizaciones que, comenzando modernamente con la española y la portuguesa, se extendieron por todo el globo hasta después de la Segunda Guerra Mundial. No, ciertamente, las de nuestras dos naciones ibéricas, pero la mayoría de las restantes, bajo la férula de la teoría poscolonial, se consideran herencia culposa de la Ilustración, inspiradora del dominio eurocéntrico sobre África y Oriente.
Douglas Murray, en su libro de 2022 La guerra contra Occidente, define el autoodio como una típica enfermedad occidental. Nuestros estudiantes crecen oyendo la letanía de los pecados de sus ancestros, el relato exhaustivo de las fechorías europeas y la inocencia de todos los demás pueblos. Y algunos jóvenes gobernantes actúan ahora desde sus despachos todavía imbuidos de tales creencias. Pero existen otras valoraciones diferentes en modo alguno sospechosas de parcialidad imperialista, como la del escritor Chinualumogu Achebes, que era cacique igbo pero acabó desempeñando una cátedra en la Universidad de Brown, fundada y financiada por un potentado esclavista de Providence. El nigeriano afirmaba que el legado colonial era complejo y contradictorio, pues tenía facetas tanto buenas como malas. Y en su último libro, There was a country, que es de 2012, se atreve a escribir lo siguiente: "Lo que voy a decir ahora es sacrilegio. Los británicos gobernaron su colonia de Nigeria con sumo cuidado […]. Había mucha confianza y fe en las instituciones británicas".
Revisionismo culposo
Una manifestación pintoresca (por profundamente católica en sus raíces) de aquel revisionismo y el autoodio la encontramos en las periódicas exigencias de que las antiguas potencias coloniales pidan perdón, fácilmente asumidas por algunos tataranietos de los conquistadores. Se olvida, en todo caso, que la historia nunca fue –ni lo seguirá siendo– un lecho de rosas, pues como nos advertía Frederic Jameson en Documentos de cultura, documentos de barbarie, el estudio de los procesos civilizatorios siempre estará "teñido de la culpa no solo de la cultura en particular sino de la historia misma como una larga pesadilla". Juan Soto Ivars, por su parte, ha sentenciado en La casa del ahorcado: "Me es tan indiferente que España pida perdón a México por la conquista como que Siria se disculpe con España por el califato omeya o que Italia haga lo propio por su largo y sangriento dominio imperial".
No nos han faltado, en el exigente campo de los estudios históricos, otras voces propias entregadas a ello. Pienso en Felipe Fernández Armesto (2014), María Elvira Roca Barea (2016) y en España. Un relato de grandeza y odio (2019), de José Varela Ortega. Pero, por suerte, no carecemos tampoco de aportaciones equivalentes debidas a estudiosos mexicanos como Juan Miguel Zunzunegui y argentinos como Marcelo Gullo.
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