Opinión | EN VOZ BAJA

El verdadero Rey de Copas

La final más épica nos mostró como el árbitro supo elevarse sobre el ruido y la presión, para recordarnos que el fútbol necesita tanto del genio como del juez justo y ejemplar

La épica balompédica siempre está sujeta al destello cegador de los jugadores. En una escena donde las luces siempre enfocan a los genios del balón, la Copa del Rey de anoche nos demostró que, por una vez, el equipo arbitral fue la estrella.

A la actuación magistral de Pedri dibujando pases de ensueño y Mbappé rompiendo la física con cada zancada, es fácil olvidar que sobre el campo existe una figura más humana, más vulnerable y quizás, más heroica: el árbitro. Ricardo de Burgos Bengoetxea, lejos de amedrentarse por los focos mediáticos sostuvo con maestría el equilibrio del espectáculo con la delicadeza de quien sabe que cualquier error suyo pesa el doble.

En una de las finales más legendarias y vibrantes de la historia reciente, donde el fútbol volvió a sus raíces más pasionales, Burgos Bengoetxea fue una de los grandes protagonistas. El escenario no era menor: se cerraba un ciclo campeón del Real Madrid y, probablemente, se inauguraba una era hegemónica del FC Barcelona. Todo en medio de una atmósfera ejemplar en las gradas, de esas que elevan el fútbol a algo más que un juego.

El bueno de Ricardo, que venía de llorar en público la persecución infame que sufren los árbitros, y el dolor insoportable de ver como a su hija le gritan en el colegio que su padre es un ladrón, sacó fuerza de la adversidad. No se escondió. Gobernó el partido con autoridad, serenidad y, sobre todo, diálogo. Mostró que el arbitraje no puede ser sólo pitar y sancionar, sino también construir puentes de entendimiento dentro del caos inevitable del deporte de élite.

Por supuesto, no todo fue perfecto en una noche inolvidable. Entre los lunares, el inexplicable y condenable comportamiento de Rüdiger, cuya pedrada de hielo mental lo llevó a una acción inaceptable que debería costarle una sanción ejemplar, de dos dígitos de partidos sin jugar. La autoridad debe ser firme para recordar que la violencia, venga de quien venga, es innegociable.

Otro pero, quizás menor, aunque no irrelevante, fue el lamentable espectáculo de Lamine Yamal. El joven talento culé, poseedor de un fútbol electrizante, empañó la victoria con una celebración chabacana, pueril, donde el mal gusto se materializó en bailecitos ridículos, unas gafas tan horteras como su pelo teñido de amarillo pollito, y una actitud más propia de un adolescente desubicado que de un referente para millones de niños. La estupidez, amplificada por la juventud y un acné aún prominente, parece impedirle entender que no sólo se enseña cómo se gana, sino también cómo se debe comportar quien está en la cima.

Anoche, en definitiva, vimos a Pedri y Mbappé brillar. Pero también a un árbitro elevarse sobre el ruido y la presión, para recordarnos que el fútbol necesita tanto del genio como del juez justo, ejemplar. Ricardo de Burgos Bengoetxea no sólo estuvo a la altura: fue, en su sobriedad y firmeza, el verdadero Rey de Copas.

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