Opinión | Un carrusel vacío

Apagón

Apagón

Apagón / Julio

El lunes 28, estaba enseñándoles a mis alumnos el complemento indirecto. Muy concentrada, porque no es fácil derrotar sus prejuicios hacia la sintaxis. En determinado momento, se apagaron las luces y se encendieron las de emergencia, pero no me inquieté: es algo que sucede con relativa frecuencia en mi instituto. La pizarra digital tampoco funcionaba. No fue hasta el final de la clase –mi última clase de esa jornada– cuando vi que tenía varios mensajes y llamadas perdidas en el móvil; en un audio, mi madre me decía que se estaba yendo la luz en muchos sitios y que temía por los congelados. Ella estaba de viaje ese día, muy lejos.

A la salida del trabajo, la dimensión real del problema se impuso: decían que no había luz en toda España y, en consecuencia, tampoco acceso a Internet ni línea telefónica. Resultaba imposible comunicarse. Por suerte, vivo a media hora andando del instituto donde doy clase. En mi barrio, vi a mucha gente con garrafas de agua y no lo comprendí, al principio. Me lo explicó el conserje: en mi urbanización, el agua funciona a través de una bomba eléctrica. Así que también corrí al supermercado más cercano, no fuera que se acabase el agua: cosa que, por suerte, no ocurrió. Compré dos paquetes de seis botellas de un litro y medio, y me arrepentí de no haber hecho más pesas en mi vida, porque el regreso a casa fue una auténtica odisea. Tuve la fortuna de que un buen samaritano del barrio –parecía inglés– se ofreció a ayudarme con la carga. Menos mal que aún existe la solidaridad.

Ya en casa, fui consciente de la aplastante soledad, aliviada en parte por mi gata, con la que empecé a dialogar como si de una amiga se tratara. No sabía nada de mis seres queridos y desconocía cuánto tiempo iba a ser así. Empecé un libro; no me concentraba. Tampoco tenía hambre. Busqué por toda la casa el viejo transistor a pilas de mi padre, pero no pude encontrarlo. Bajé a la calle de nuevo, esperando recibir alguna noticia; alguien me dijo que había oído que el apagón duraría entre seis y diez horas. En la puerta de una tienda de frutos secos, un hombre –el clásico «enterado», ya entrado en años– comentó que aquello iba a ser como la pandemia, pero sin poder comunicarnos. Ante tal acumulación de opiniones, decidí que lo más prudente era volver a casa y continuar con el libro: la nueva novela de Sally Rooney. Leí durante varias horas.

En algún momento, no pude evitar que la desesperación aflorara en mi pecho. Me preguntaba por qué nadie había ido a buscarme, a rescatarme de las fauces de la realidad. La sencilla respuesta –todos estaban demasiado lejos y desplazarse suponía un reto– se me antojaba inconcebible: si me querían, ¿por qué nadie acudía, por qué parecían haberse olvidado de mí? Después, me reprendía a mí misma por aquellos pensamientos tan inmaduros, y volvía al libro. De fondo, se escuchaban ambulancias y cláxones como una banda sonora perenne y desagradable. Más tarde, a orillas del crepúsculo, empecé a imaginar la noche: una noche cerrada, inmensa. Y me dio miedo. Tuve entonces un momento de lucidez y decidí bajar al coche para poner la radio. El garaje era una cueva oscura y la pobre luz de la linterna de mi móvil apenas iluminaba un pequeño círculo en torno a mí. La cuestión es que mi idea funcionó y pude enterarme de que en algunos lugares de la Comunidad de Madrid ya había vuelto la luz. También escuché que en los hospitales estaban atendiendo a mucha gente con ataques de ansiedad.

Comprendí que era cuestión de tiempo. Respiré y me concentré, de nuevo, en el libro. Poco después, ronroneó la impresora desde mi habitación y me pareció el sonido más bonito que había escuchado en muchas horas. Era la señal de que todo regresaba a la normalidad, aunque todavía no funcionasen las comunicaciones.

Tendríamos que haberlo aprendido con la pandemia, pero se nos había olvidado y ha hecho falta un nuevo episodio seudoapocalíptico para recordarlo: ¡qué frágiles somos! Hemos construido nuestra vida sobre las movedizas arenas de la tecnología: un fallo en el sistema y se desata el caos.

Y en medio de ese caos, los antiguos transistores se convirtieron en la única fuente de información. La estrella de la radio, supuestamente asesinada por el video, resurgió como el fénix y nos demostró que no podemos desterrar los aparatos analógicos. Chat GPT no estaba allí para sacarnos del apuro. Nuestro impecable castillo del siglo XXI está hecho de paja, como la casa del primero de los cerditos que se vino abajo al primer soplido del lobo. Deberíamos ir adiestrando palomas mensajeras, por lo que pueda suceder en un futuro.

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