Opinión | El lápiz de la luna
Historia de dos ciudades
Las protagonistas del relato eran amigas, efectivamente. Lo eran desde hacía más de cuarenta años, los mismos que llevaban sin verse

Plato de comida / Caretta Beach
Yo sé que ustedes, quizá, tras este artículo, van a pensar que soy una chismosa, pero ¿y si le damos la vuelta y es el chisme el que me persigue a mí? ¡Ah!, eso ya es otra cosa. Hace unas semanas les conté la historia de la abuela y sus dos nietas, aquella en la que Pino, la amiga de la octogenaria, se casó con uno del bando nacional estando enamorada de uno del republicano.
Bueno, esto ocurrió en la ciudad de Las Palmas, en cambio, el pasado fin de semana mi marido y yo nos escapamos a Extremadura, y zascandileando por la provincia vinimos a parar al restaurante Casa Tomás, en Plasencia. Muy recomendable, si pasan por allí, la torta del casar y la ensalada con jamón de pato no tienen desperdicio. Pero a lo que íbamos. Justo en la mesa de al lado (siempre hay alguien en la mesa de al lado) había dos mujeres de unos setenta y largos años. Las señoras no paraban de charlar, de reír y de comer.
Se las veía felices. Entonces, empezamos a fantasear sobre la vida de aquellas desconocidas. Que si eran hermanas, que si eran amigas, que si eran compañeras de zumba, que si eran pareja… Así matamos el tiempo entre plato y plato. Y de repente ocurrió. El camarero se acercó a la mesa para llevarles la cuenta y el chisme se hizo, lo que vendría a ser, «conversación compartida para todos los presentes.»
Las protagonistas del relato eran amigas, efectivamente. Lo eran desde hacía más de cuarenta años, los mismos que llevaban sin verse. Habían crecido juntas en el mismo pueblo y, nota importante, lavaban la ropa en la misma acequia. Las dos dejaron la escuela pronto.
Una se fue a trabajar a una fábrica de no sé qué y la otra limpiaba en la casa de un médico. La vida se les había puesto de espalda, ya que como dijo una de ellas: «Seguíamos siendo niñas en vidas de mujeres.» Aun así, ellas mantuvieron sus encuentros hasta que la infancia dio paso a la juventud, al noviazgo y al matrimonio.
Y ahí se vio quebrada su amistad, pero solo de cuerpo, no de espíritu. Una de ellas se fue a vivir a Zafra y la otra a Santander. Las separaban más de seiscientos kilómetros. Al camarero le empezaba a temblar el brazo derecho en el que llevaba una bandeja. Sin embargo, mantenía la cara de póquer ante el relato de vida de las renovadas amigas.
Durante estas dos décadas habían mantenido el contacto, primero por carta y, después, a través del teléfono. Ese día estaban celebrando su reencuentro. La que había migrado a Santander se acababa de quedar viuda, la otra hacía cinco años que lo era, ¿y qué mejor forma de pasar el duelo que volviendo a casa, al abrigo, al consuelo y al cariño de su amiga de toda la vida? Cuando cesó el monólogo el camarero les sonrió educadamente y se marchó. Yo permanecí observándolas.
Me hubiese encantado preguntarles mil cosas: ¿Cómo fueron sus vidas? ¿Cómo pudieron mantener el contacto durante tantos años? Mis amigas y yo somos incapaces de cuadrar agendas para una cena. ¿Hicieron nuevas amistades? ¿Qué planes tenían ahora? ¿Habían tenido hijos? ¿Les habían hablado de su infancia, de la acequia, de su amiga? Pero no pregunté nada. Solo vi cómo se agarraban de la mano, tal vez, se estaban prometiendo que lo que les quedara por vivir lo harían juntas.
Luego las escuché decir que iban a comprar cerezas al Valle del Jerte. El camarero las ignoró. Yo lo envidié, por haber sido elegido para escuchar y haberlo hecho con las orejas y no con el corazón. Ya estoy de vuelta por mi ciudad. En cambio, sigo pensando en las amigas de Plasencia.
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