Opinión | Observatorio
Responsabilidad política y jurídica y conciencia social
Esta manera de reaccionar por parte de la población no corresponde a una sociedad avanzada, rigurosa y comprometida con su país

El líder del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el pasado lunes en la sede federal del partido en Ferraz tras celebrar la reunión de la ejecutiva. / José Luis Roca
En los modelos de Estados inspirados en los principios y valores constitucionalistas, los cargos públicos y sus dirigentes están sometidos a un doble control: el judicial y el político. El primero tiene a los jueces y tribunales como garantes del cumplimiento de las normas. El segundo, a la propia ciudadanía como colectivo que, se supone, debe exigir un comportamiento acorde a los criterios morales y límites éticos en los que considera que se han de mover sus gobernantes y responsables políticos. Ambas responsabilidades cuentan con una naturaleza diferente, aunque presentan algunos puntos en común. Normalmente, toda responsabilidad judicial declarada lleva implícita la responsabilidad política. Por el contrario, no cualquier mala conducta por la que se requiere la asunción de responsabilidades políticas implica la comisión de un delito o el quebrantamiento de una ley.
En una Democracia y en un Estado de Derecho, la dualidad «responsabilidad política» y «responsabilidad jurídica» debe existir y contar con mecanismos útiles y efectivos para su exigencia. Se trata de un principio institucional fundamental en los Estados constitucionales, que se refiere básicamente al control del poder. Cuanto más endebles sean esos mecanismos de exigencia de responsabilidad (ya sea política o jurídica) se degradará la calidad del régimen democrático. Se trata de una regla básica y elemental.
Cada sociedad posee un código moral o ético con respecto a las reglas exigibles del comportamiento humano. Algunas, más exigentes y estrictas. Otras, más laxas y permisivas. En 2014, el Primer Ministro del estado australiano de Nueva Gales del Sur dimitió tras demostrarse que mintió al negar que un ejecutivo de una empresa le hubiese regalado una botella de vino. En el presente año 2025, también presentó su dimisión el Ministro de Agricultura de Japón, por bromear sobre su ‘privilegio’ de no tener que comprar arroz cuando el precio de dicho alimento se había duplicado. Asimismo, la Ministra de Educación alemana, Annette Schavan, hizo lo propio en 2013, al haber sido acusada de plagiar su tesis doctoral.
Este tipo de situaciones, sin embargo, no acarrean en otros países semejantes consecuencias para sus protagonistas, restándoles importancia o, incluso, aceptando y no reprochando tales comportamientos, mucho menos originando una renuncia. Por lo tanto, es la sociedad en su conjunto la que determina la escala de valores de sus dirigentes y representantes, enésima muestra de que, pese a sus permanentes quejas sobre la actuación de estos, se alza como corresponsable, ya que participa activamente en su elección y en la imposición de esos criterios morales y éticos tolerables.
Se dice que España es el país de la picaresca, como se evidencia en los refranes y en los clásicos de nuestra Literatura, y reflejamos esta imagen allende nuestras fronteras. Así, la Embajada noruega en España, a raíz de un video viral en redes sociales, hubo de explicar hace apenas unos meses la expresión utilizada en ese país nórdico «Hacer una española», a saber, encontrar la solución a un problema forzando las normas, pero sin considerarlo grave, como una especie de pecado venial. En otras palabas, se hace referencia a un comportamiento descarado que busca «atajos» o «mentirijillas», pero quitándole hierro al asunto.
Si, efectivamente, esa es nuestra naturaleza, tal vez podamos hacer poco al respecto, incapaces de prescindir de nuestra idiosincrasia más arraigada. O quizá sí y, con relación al ejercicio del poder y a la detentación de los cargos públicos, comencemos a resultar más exigentes. En cualquier caso, para conseguir ese objetivo urge desterrar la famosa picaresca como forma aceptable de hacer política y disponerse a pensar de otra manera.
En primer lugar, habría que eliminar el eterno embudo con el que se aplican unas reglas para los afines ideológicos y otras para los contrarios. Cuando salta la noticia de un caso de corrupción, la reacción varía en función de si afecta a «nuestro» partido o no. Si el implicado pertenece a una formación política rival, se acumulan las solicitudes de dimisión y las críticas feroces, dando por cierta hasta la última coma de lo publicado en prensa. Sin embargo, cuando el protagonista comparte las propias siglas, el discurso cambia por completo. Se apela a la presunción de inocencia, se expresa incredulidad ante lo difundido por los medios de comunicación y se rebusca en el pasado las faltas y pecados de los demás adversarios, para minimizar las responsabilidades propias que se debaten en el presente.
Esta manera de reaccionar por parte de la población no corresponde a una sociedad avanzada, rigurosa y comprometida con su país. La exigencia de que nuestros representantes y cargos públicos, sean ideológicamente afines o no, manifiesten un comportamiento ético y moral intachable en el desempeño de sus funciones, nos compele a todos. Las hemerotecas almacenan discursos e intervenciones en los que se ataca ferozmente o se defiende con vehemencia, en función de los carnets de los implicados.
Recientemente se han difundido las imágenes con las que los dirigentes del PSOE reaccionaron ante el escándalo del anterior Gobierno del Partido Popular vinculado a la trama de su tesorero Luis Bárcenas, y cómo se defendían por aquel entonces desde las filas populares. Sin duda, se contraponen con las actuales a los audios del diputado, ex Ministro de Fomento y ex Secretario de Organización del Partido Socialista José Luis Ábalos y de quien, hasta hace unos días, le sustituyó en este último cargo, Santos Cerdán. Unas y otras deberían abochornar a ambas formaciones pero, sobre todo, deberían avergonzar al conjunto de la ciudadanía española que, ideologías al margen, tendría que ser más exigente con el código ético que atañe a respectivos cargos públicos.
Mientras no se abandone esa conducta fanática de juzgar en función de las siglas, España integrará el grupo de Estados que permiten y toleran conductas inapropiadas. Por sorprendente que le resulte a más de uno, cada diputada y diputado del Congreso representa jurídicamente a todos los españoles, aunque su designación vaya aparejada a un concreto programa político. Parafraseando al Tribunal Constitucional, «los Diputados son representantes del pueblo español considerado como unidad, pero el mandato que cada uno de ellos ha obtenido es producto de la voluntad de quienes los eligieron, determinada por la exposición de un programa político jurídicamente lícito» (STC 119/1990).
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