Opinión | Amalgama
Maquiavelo, Hobbes y Schmitt
La comunicación política de Sánchez es un ejercicio de saturación emocional y victimismo perpetuo

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. / Rocío Ruz - Europa Press
Pedro Sánchez ha dicho lo que Bettino Craxi confesó hace décadas: «La corrupción cero no existe». No es una confesión honesta, sino el punto de inflexión de un ciclo de poder que, como en el caso italiano, llega a su límite estructural. Cuando el gobernante renuncia a fingir el bien, se abre el terreno para el análisis de Maquiavelo, Hobbes y Schmitt.
Maquiavelo advirtió que el Príncipe puede actuar contra la virtud, pero nunca contra su apariencia. El gobernante eficaz no tiene por qué ser bueno, pero sí parecerlo. Craxi rompió ese pacto al declarar que todos estaban manchados. Sánchez ha hecho lo mismo: al naturalizar la corrupción, pierde el velo que hacía tolerable su poder. El pueblo puede aceptar un ladrón si cree que roba para los suyos, pero no si se lo presenta como ley natural. Cuando es así, el pueblo deja de obedecer y espera otro Príncipe.
Para Hobbes, el Estado es el escudo frente al caos. Pero si el soberano se convierte en sospechoso habitual, más presente en sumarios que en debates, el pacto social se fractura, es decir, el Leviatán ya no es protector, sino parte del problema. Sánchez ha erosionado esa legitimidad y ya no infunde respeto, solo sospecha. El sanchismo, con ese colapso, pasa de ser percibido como escudo frente a la ultraderecha, a cascarón sin legitimidad.
Schmitt enseñó que el soberano es quien decide el estado de excepción. Sánchez lo fue cuando logró unificar a la izquierda contra la derecha. Pero ahora, cercado por escándalos, ya no decide él, lo hacen los jueces, la UCO, y una ciudadanía cansada. Si llama enemigos al juez, al periodista, al arrepentido, se convierte en enemigo de todos. Y el soberano no puede ser el enemigo de todos sin convertirse, de hecho, en enemigo del pueblo. Craxi también intentó convertir a los fiscales en enemigos del Estado, pero en cuanto huyó a Túnez, su discurso se volvió irrelevante.
Si Maquiavelo exige prudencia, Hobbes legitimidad y Schmitt decisión, Sánchez ha agotado las tres. No es Príncipe, ni soberano, ni estratega: es un trilero. Su entorno refleja el mismo patrón, su hermano David, con méritos dudosos, su esposa, catedrática sin currículo académico sólido, su propia tesis doctoral bajo sospecha, sus libros escritos por terceros colaboradores. Sánchez replica en lo personal lo que practica en lo público, y donde Hobbes imaginó un Estado serio, Sánchez ha levantado un chiringuito. Decir que se parece a Craxi es injusto para Craxi.
Pero lo más inquietante no es Sánchez, sino su respaldo electoral. ¿Por qué, pese a todo, millones le votan?
Por tribalismo emocional: el PSOE es «el partido que luchó contra Franco», aunque muchos votantes no sepan historia, y Sánchez lo sabe, y por eso ha suplantado las ideas por emociones, feminismo sin autocrítica, antifascismo sin fascistas, ecologismo con Falcon. Por secuestro simbólico de la izquierda: hoy ser de izquierdas es odiar a las derechas, es la izquierda en modo zombi. Por red clientelar: subvenciones, cargos y dependencias aseguran fidelidad. Por desinformación: muchos ignoran quién es Begoña Gómez o qué ocurre en Ferraz; Sánchez ha convertido la comunicación política en un ejercicio de saturación emocional, victimismo perpetuo y anestesia informativa, con la inestimable colaboración de tertulianos-pensionistas y periodistas domesticados. Por síndrome de Estocolmo ideológico: saben que Sánchez es un fraude, pero ya no pueden desandar el autoengaño, se han tragado tantas ruedas de molino que prefieren aferrarse a la ficción antes que admitir ese autoengaño, «Sí, es corrupto, pero es nuestro corrupto».
Sánchez gobierna un país con una parte de la población atrapada en una ficción ideológica, pero el problema ya no es él, sino el país que ha aprendido a votar sin exigir, a obedecer sin preguntar, y a aplaudir mientras le saquean el consenso democrático desde dentro.
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