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Opinión | Observatorio

Sonia Andolz

La política del fuego

Dos de los helicópteros que participan en las tareas de extinción, con la gran humareda del fuego detrás. |

Dos de los helicópteros que participan en las tareas de extinción, con la gran humareda del fuego detrás. | / IRMA COLLÍN

Cada sociedad tiene unos temas tabús en el ámbito político, ya sea por su componente cultural o identitario o porque posicionarse tiene costes elevados. Cuando uno de estos debates estalla, conviene aprovechar el momento y abordar a fondo lo incómodo. La gestión forestal y de incendios es un ejemplo claro de la urgencia de abrir un diálogo profundo sobre el modelo socioeconómico que queremos para el presente y el futuro.

El primer elemento es lo obvio: la vida política se rige por legislaturas cada vez más cortas, lo que hace improbable que se impulse una gran política pública de compromisos y estrategia a largo plazo. El cortoplacismo y la confrontación permanentes del sistema político español convierten en ilusorio esperar un acuerdo de Estado. No lo hubo en educación ni en sanidad; mucho menos lo habrá en gestión ambiental, forestal o de emergencias, ámbitos además usados por el populismo negacionista. Sin mirada de futuro, cualquier medida para prevenir incendios o reducir su impacto será insuficiente.

La segunda cuestión se relaciona con la demografía y el modelo productivo. Vivimos en ciudades, consumimos sin freno y miramos casi siempre solo el precio. Quien se preocupa por el origen o las condiciones de producción sigue siendo minoría. La mayoría aspira a más productos, marcas y cantidad. Anuncios, algoritmos y redes sociales nos empujan a querer más. Queremos comer de todo todo el año, aunque no sea de temporada; comprar barato y rápido; calidad europea fabricada en condiciones abusivas. Queremos municipios con servicios y oportunidades, pero también pueblos vivos a los que no vamos ni queremos ir. Y, por supuesto, alguien que cultive y produzca, pero no serlo nosotros.

Si la movilidad demográfica sigue concentrándose en zonas urbanas, los espacios intermedios acabarán abandonados. Y un territorio vacío es un territorio sin gestión: bosques sin limpiar, cultivos sin cuidar, caminos sin uso. El riesgo de incendio se multiplica. Igual que en la famosa Ruta 66 norteamericana, donde solo sobreviven cactus entre pueblos fantasmas, podríamos ver grandes extensiones del interior peninsular convertidas en desierto social y económico. O fomentamos un modelo con mayor distribución territorial –con medidas que lo hagan viable– o aceptamos un mapa profundamente transformado.

El tercer debate surge de ahí: si hay grandes zonas sin habitantes ni cultivos, ¿qué hacer cuando arden? Cada vez más voces plantean que algunos incendios no hay que apagarlos. Podrían ser un mecanismo natural de regeneración, dando paso a ecosistemas más áridos y resistentes que soporten las próximas décadas. Además, dedicar recursos a salvar zonas deshabitadas puede impedir llegar a tiempo donde sí hay vidas en riesgo.

La cuarta discusión responde a la anterior: si dejamos arder, se pierden bosques, fauna y flora. Ambientalmente es una pérdida indiscutible y, además, puede reducir la fertilidad agrícola, encogiendo aún más un sector ya minoritario. ¿Estamos preparados para dejar de ser un país que cultiva? ¿Qué alternativas hay para quienes han vivido de ello? La pregunta no es solo ecológica, también cultural y social: sin agricultores ni ganaderos el paisaje rural desaparece, y con él una forma de entender la vida que ha sostenido nuestras comunidades durante siglos.

Por último, los recursos. Gobernar implica decidir y asignar de forma eficiente. ¿Podemos tener más bomberos, camiones, hidroaviones, guardas forestales? Sí, el doble o el triple. ¿A costa de qué? ¿Menos maestros, enfermeras, carreteras, tecnología? Probablemente, no sería la mejor distribución de recursos. Y, mientras tanto, seguimos autorizando urbanizaciones en zonas forestales de alto riesgo, donde muchas veces se levantan segundas residencias. ¿De verdad merecen poner en riesgo la vida de profesionales para defender un modelo urbanístico insostenible?

Ante los incendios presentes y futuros, decidir si dejar quemar o apagar no es un asunto técnico sino social, y no podemos postergarlo más. Incómodo, sí, pero necesario. De lo contrario, seguiremos encontrándonos con el fuego delante mientras nos culpamos unos a otros. Y cuanto más tardemos en debatirlo colectivamente, más duro y doloroso será afrontar sus consecuencias. 

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