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Opinión | Venga, circule

Meryem El Mehdati

La casa en llamas (I)

La casa en llamas (I)

La casa en llamas (I) / La Provincia

De vez en cuando descubro en mi carpeta de spam de Instagram mensajes de completos desconocidos, personas con las que nunca he coincidido y a las que nunca me he dirigido, que en algún momento decidieron ponerse en contacto conmigo para comunicarme su opinión sobre algo que escribí y que o bien no les gustó -comprensible- o bien quieren debatir -terrorífico-. La gran mayoría empiezan así: «Hola, Meryem». Se asemejan a una suerte de ventana de error de Windows. El mismo sonido, la misma vibración en la pantalla. Ese fondo azul que vaticina la muerte inesperada del sistema operativo. No entiendo este afán de ahora por debatirlo todo, se me antoja irritante, agotador. Quizá sea consecuencia de la sobrexposición al debate televisivo diario a todas horas, a las ocho, a las nueve, a las diez, al mediodía, a las tres, a las cuatro, a las seis… Cogito ergo te someteré una chapa sideral. Si al menos alguien me pagara por debatir fingiría que el tedio no me agarrota los huesos de las muñecas y que la respiración posterior a la recepción del guante metafórico no es un suspiro pesado. Nadie me tiene en nómina por responder esos mensajes, no obstante, por lo que satisfago mi cansancio mediante los comandos «seleccionar todo» y «borrar». Vender a una empresa privada el tiempo de una durante un número de horas x a la semana conlleva una serie de derechos y deberes que no aplican fuera de esta transacción recogida en el marco del contrato indefinido. Sospecho que muchas personas no han entendido algo tan sencillo como esto a pesar de que la vida nos va a todos, o a casi todos, en ello. El tiempo perdido no se recupera, nos pongamos como nos pongamos. Hace unas semanas, no obstante, llegó a mí una pregunta de una lectora a la que llevo dando vueltas desde el momento en el que la leí. La mujer me explicaba que, tras pasar por una larga mala racha, había decidido ir poco a poco reincorporándose a la realidad del día a día, pero que una y otra vez se había encontrado a sí misma cuestionando el sentido de su recuperación, como si hubiese olvidado, por algún motivo, cómo ser humana de nuevo. Al principio me incomodó la vulnerabilidad compartida sin consentimiento, siempre me cuesta digerir el conocer sobre las personas más de lo que necesito o deseo saber. Mis inquietudes y mis malestares suelen adquirir un ángulo cóncavo desde el momento preciso de su nacimiento. No creo en la idea de entregarse a los demás por completo, los humanos estamos diseñados para fallar. Somos criaturas débiles y cambiantes, apostarlo todo a la naturaleza de quienes nos rodean suele terminar en lágrimas amargas y lecciones de esas que se aprenden en contra de la voluntad de una. Cualquiera que haya transitado una gran tristeza en algún punto de su vida puede reconocerse en la pérdida de aquello que lo convierte a uno en la persona que es, o que creía ser. Entre las ruinas de lo que se fue crecen flores, no obstante, por lo que la receta básica de agua y exposición a la luz solar a partes iguales es, diría yo, un buen lugar por el que empezar. También el silencio. De nuevo, el tiempo pasa queramos o no, qué menos que dedicar la parte que no vendemos a nadie a recomponer todo lo que se descompuso sin saber muy bien cómo. La compañía de un ser querido que escuche, además, resulta fundamental. Alguien que, desde una distancia ligera, siga con los brazos tendidos los primeros pasos de este nuevo ser humano por si acaso sus rodillas flaquearan, como persiguen las madres y los padres a los bebés que se tambalean sobre sus torpísimas piernas al intentar dar sus primeros pasos. ¿Cómo volver a sentirse humano tras un largo periodo de tender a una casa en llamas? Quién sabe, habría que decidirse por una definición de lo que constituye para cada uno ser. No existir, pues aunque ambos verbos estén relacionados el segundo puede desarrollarse sin el primero pero no al revés, sino ser. Intentaría tratarme a mí misma con la misma ternura con la que se trata a una criatura que acaba de abrir los ojos por primera vez. El mundo es tan, tan vasto. Y nosotros, tan pequeños… n

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