Opinión | Rompesuelas
El Apolo 11 y la resurrección de la masonería canaria
Hace apenas una semana se cumplieron 56 años de la histórica visita de los astronautas del Apolo 11 a Gran Canaria El encuentro transformó la vida del joven director del hotel que los acogió

De izquierda a derecha, Edwin Aldrin, Alberto Isasi y Eduardo Filiputti.
Hace muchos años, mientras escribía mi ensayo Revelaciones Ocultas en el que demuestro que Néstor Martín-Fernández de la Torre no sólo fue masón sino que su obra se convirtió en fuente de inspiración para Salvador Dalí, tuve la oportunidad de consultar al ya fallecido Alberto Isasi Cuyás, quien dedicó parte de su vida al estudio del simbolismo iniciático presente en la obra del pintor grancanario.
En el transcurso de nuestra conversación, esta fue derivando hacia asuntos más personales, y aproveché entonces para preguntarle qué lo había llevado a iniciarse en la masonería. Me respondió que la primera vez que oyó hablar de los hijos de la viuda fue durante su época de bachiller, en las clases de Formación del Espíritu Nacional, aquella asignatura concebida para adoctrinar a los jóvenes en los valores del régimen.
El profesor, un falangista furibundo, solía referirse a ellos como grandes enemigos de la patria, junto a comunistas y liberales. Isasi me confesó que, mientras sus compañeros escuchaban con indiferencia o temor, él experimentó una curiosa mezcla de curiosidad y simpatía hacia aquella organización tan vilipendiada.
Con el paso de los años, aquel interés juvenil fue creciendo hasta convertirse en una verdadera obsesión, aunque en la España de entonces hablar de masonería resultaba casi imposible. No quedaba en todo el país una sola logia activa, y los pocos masones que no habían partido al exilio ni estaban encarcelados guardaban silencio, atenazados por el miedo.
Ya adulto, durante un viaje a París, se acercó por fin a una logia, decidido a iniciarse. Sin embargo, al llegar a la puerta, se quedó inmóvil, con el dedo suspendido sobre el timbre, incapaz de dar el paso.
Cuando regresó a España, volvió a sumergirse en el asfixiante ambiente del nacionalcatolicismo, donde cualquier atisbo de pensamiento libre era motivo de sospecha. La masonería seguía siendo presentada como el enemigo número uno de la fe y de la patria.
Desde los púlpitos y las tribunas se repetía, una y otra vez, que ningún verdadero creyente en Cristo podía formar parte de aquella organización secreta. Entonces pensó que había hecho bien en no apretar aquel timbre.
Pero el destino le tenía reservada una sorpresa. En 1968, con tan sólo 31 años, fue nombrado director del recién inaugurado Hotel Maspalomas Oasis –actual Riu Palace Oasis–, en el sur de Gran Canaria, que un año más tarde recibiría una visita tan inesperada como ilustre: los tres astronautas del Apolo 11, recién llegados de su viaje a la Luna.
El primero en llegar fue Edwin E. Aldrin, quien aterrizó en el aeropuerto de Gando al mediodía del sábado 4 de octubre de 1969, a bordo de un DC-9 de Iberia. A la una de la tarde, Aldrin se trasladó al hotel en un Mercedes, acompañado por el cónsul estadounidense.
Allí lo recibió Isasi, quien lo condujo a su suite y al preguntarle qué deseaba hacer durante su estancia, Aldrin respondió lacónicamente: «Submarinismo».
–Entonces contacté con el industrial Virgilio Suárez –me contó Isasi–, que acudió desde Las Palmas en su yate hasta Arguineguín, y también con Eduardo Filiputti, un empresario italiano que nos proporcionó el equipo de pesca necesario.
A las cuatro de la tarde zarpamos para practicar pesca submarina. Pasamos un par de horas en el mar, entre conversaciones ligeras y cervezas heladas.
Durante la travesía, Eduardo me pidió que le preguntara a Aldrin cuál había sido el momento más emocionante de su viaje a la Luna. Ambos esperábamos una respuesta relacionada con el descenso o el miedo, pero Aldrin nos dejó mudos cuando dijo que el instante más emocionante había sido tomar la comunión minutos antes del alunizaje.
Y, ante nuestro asombro, explicó que había llevado consigo una hostia consagrada.
Más tarde, cuando volvieron al hotel recibieron a sus compañeros, Neil Armstrong y Michael Collins, quienes llegaron a las 20:45, en el Boeing presidencial de los Estados Unidos.
Al día siguiente, durante una jornada marinera, Isasi –que sabía que Aldrin era masón– le preguntó si recibir la comunión no era incompatible con su pertenencia a esa organización iniciática.
El astronauta, devoto presbiteriano, quedó tan sorprendido que le pidió una explicación, e Isasi le habló de la teoría de la conspiración judeo-masónica, piedra angular de la ideología franquista.
El astronauta prefirió no hacer ningún comentario, pero aquella conversación llevó a Isasi a replantearse sus creencias.
–Después de que seis misiones tripuladas alcanzaran la superficie lunar y una docena de astronautas caminaran sobre ella –continuó explicándome–, tu generación ya no le concede la misma trascendencia.
Pero para nosotros, la llegada del hombre a la Luna fue una de las gestas más importantes de la historia, una aspiración ancestral de la humanidad, sólo comparable al descubrimiento de América.
Y aquel hombre que tenía frente a mí era, en cierto modo, un nuevo Cristóbal Colón.
La estancia de la tripulación del Apolo 11 en la isla fue breve –apenas dos días–, pero bastó para que aquel joven director de hotel encontrara en Aldrin una inspiración que cambiaría su vida.
El astronauta, que le habló con serenidad de haber tomado la comunión antes del alunizaje pese a ser masón, le había dado una lección: no existía contradicción alguna entre la fe cristiana y la masonería.
Movido por esa revelación, decidió retomar su antiguo anhelo de iniciarse en la masonería, un deseo que había reprimido durante años por ignorancia.
Unos años después, entró en contacto con la Gran Logia Nacional Francesa, que le propuso realizar su iniciación en Dakar, por su proximidad a las Islas Canarias.
Allí tuvo lugar su aplomación, el proceso al que deben someterse todos los candidatos y que consiste en tres entrevistas personales con maestros masones, destinadas a confirmar que el aspirante es un «hombre libre y de buenas costumbres».
Uno de aquellos aplomadores –me relató con cierta sorpresa– era un joven abogado senegalés que, tres décadas más tarde, llegaría a ser el tercer presidente de su país y el primero del nuevo milenio: Abdoulaye Wade.
De vuelta en Gran Canaria, ya iniciado, acondicionó una habitación de su chalé en Santa Brígida y la transformó en una logia: la primera en la que volvieron a reunirse los masones grancanarios después de más de tres décadas de silencio, cuando hacerlo aún suponía un delito.
Durante la Transición, tras la legalización de la masonería, alcanzó el grado 33, el más alto dentro del Rito Escocés Antiguo y Aceptado.
Fue nombrado Gran Maestro Provincial de Canarias y Andalucía y, en el ámbito profano, desarrolló una destacada trayectoria pública, siendo primero concejal en San Bartolomé de Tirajana y, posteriormente, presidente de la Confederación Canaria de Empresarios.
Pero aquel hombre que tanto había hecho por la masonería grancanaria falleció durante la pandemia, en un tiempo en que las logias permanecían cerradas debido a las restricciones sanitarias, por lo que ni siquiera pudo celebrarse una tenida fúnebre en su honor.
Nuestro satélite natural, símbolo esencial de la masonería, continúa presidiendo, junto a su hermano el Sol, las logias. Allí reciben el nombre de Grandes Luminarias, pues su luz guía a los iniciados en su tránsito desde la oscuridad hacia la sabiduría.
Por eso cualquier iniciado concluiría que fue ella, la Reina de la Noche, eterna musa de poetas, escritores y artistas, quien trazó el sendero que habría de conducir a aquel aspirante vacilante hasta el umbral de sus misterios.
Y eligió como mensajero al primer masón que osó hollar su superficie, para que con su testimonio disipara las tinieblas que la ignorancia y el fanatismo habían sembrado en su corazón.
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