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Opinión | La Calle Nueva

José Luis Fajardo en la pared y en el alma

José Luis Fajardo, junto a una de sus obras expuestas en la Fundación Carlos de Amberes.

José Luis Fajardo, junto a una de sus obras expuestas en la Fundación Carlos de Amberes. / JOSE LUIS ROCA

Las paredes de las casas de muchos de sus amigos (este incluido) están llenas de la generosidad de José Luis Fajardo, pintor nacido en Canarias y amigo de todo el mundo, como Kim de la India, el personaje de Rudyard Kipling. De hecho, la primera vez que vi un cuadro que no fuera parte de los almanaques que mi madre tenía en la casa donde nací fue en una exposición que él tenía en el Puerto de la Cruz.

Entonces yo era un muchacho de quince o dieciséis años que iba por los lugares de la Ciudad Turística en busca de razones para sentirse bohemio o escritor, además de periodista, que es lo que terminé siendo. En uno de esos viajes al Puerto entré en una galería de arte que exhibía los cuadros de Fajardo, junto con los de un amigo nórdico. Entré para hacer una crónica, y me parece que la hice, pero hablando con nadie, porque allí, en aquella gallería, no había sino obras de arte y un cartel en el que alguien, Piluca, la mujer de Fajardo, seguramente, había advertido de que había que comprar cualquier cosa para la cena.

Luego conocí a Piluca y a José Luis, pero jamás he olvidado aquel día en aquella tienda devenida en museo… Ellos vivían en una casa curiosa cerca del Botánico, en el Puerto. Eran como eran los jóvenes cultos de entonces, algo así como extranjeros que vivían en un país, España, deshecho por la guerra y pendiente de lo que pudiera pasar, pues el nuestro, en Canarias, era un porvenir oscurecido por la censura, por la Falange y por la maldad.

En medio de aquel mundo enrarecido que un adolescente vivía como si fuera el único universo posible, la presencia de aquellos dos bohemios que eran Piluca y José Luis significó par mi un raro bautismo al que se unió uno de los personajes más extraordinarios de nuestras vida.

Éste era Edmundo A. Esedín del Ródano, al que tanto me he referido en las crónicas que he escrito a lo largo de los años. En realidad, lo conocí de relance, porque yo estaba en casa del pintor y de su compañera cuando aquel argentino extraordinario gritó desde un ventanillo que por allí se estaba colando un ratón o cualquier otra especie. Le abrieron la puerta y por allí entró, feliz y abrazando, el primer argentino que entró en mi corazón y en el de muchos de los canarios, o peninsulares, o de cualquier sitio, que él conoció. En un tiempo inventó restaurantes, donde se comía estupendamente, y se bebía mejor, y se escuchaba una música (la argentina, sobre todo) que nos decía que no nos fuéramos…

Por allí estaban, en esas tenidas o en aquellas fechas, los fajardo, que así terminaron llamándose las dos figuras a las que conocí después de haber comprobado que uno era el que pintaba y otra era la que dejó el aviso de la compra. Desde entonces, desde aquellas fechas raras en las que me fui haciendo amigos en la ciudad y en la isla, no han dejado de ser Piluca y José Luis amigos míos y, como dije antes, de todo el mundo.

Todo el mundo que ellos conocieron no cabe en una crónica ni en mil. Viajeros y anfitriones, de todas partes venían con noticias del futuro, de Cuba, de México, de Suecia, de Colombia, de Venezuela, ni sé de cuantos sitios trajeron noticias del mundo. José Luis y Piluca se situaron en Madrid, pero eran parte del mundo. Allí, en su casa, conocí a gente muy diversa, desde Guillermo Cabrera Infante y Miriam Gómez, su mujer, la actriz, a Pedro Almodóvar, cuando el gran cineasta era también un empleado de la Telefónica.

Era la casa de Kim de la India, por seguir con la vieja metáfora: allí entraba todo el mundo, veníamos y comíamos, igual que éramos bien recibidos en una casa tranquila del norte de la ciudad en la que una vez (unas veces) nos permitieron pernoctar a don Domingo Pérez Minik y a mi mismo.

La generosidad fue siempre el modo de ser de la pareja, desde aquellos días viejos de nuestro primer encuentro hasta esta misma hora, con interregnos muy tristes, como la muerte de su hijo Luis, tan querido, tan añorado, y la propia muerte de Piluca, que jamás rindió su sonrisa, hasta el último suspiro.

En todo ese tiempo, en todos los tiempos, en medio de los avatares de nuestras vidas respectivas, las que se cuentan y las que se olvidan, ahí ha estado José Luis Fajardo pintando de día y de noche, sin regalarle al tiempo, ni a los temporales, el humor que trae de su infancia lagunera o de sus estancias en el Puerto o por el mundo, siempre buscando cambiar el rumbo de sus cuadros, pero haciendo siempre lo que le ha dado la gana para convertir la obra de arte en un diálogo con la inteligencia de contar y de pintar.

Una de las virtudes que mantuvo, hasta hoy, y ya no va a cambiar, ha sido la generosidad, con su tierra (que no sé si se lo ha agradecido), con sus amigos de todas partes y con el arte propiamente dicho, pues nació para hacer de la pintura un instrumento de comunicación y de misterio. Muchos de sus cuadros (los que tengo lo dicen) son referentes ahora, para mi, de los paisajes de su alma, pero también del alma de La Laguna, su lugar de nacimiento, su tierra inolvidable a la que vuelve, incluso sin ir, como si allí estuviera la raíz del llanto que nunca se le ve.

Ahora José Luis Fajardo está exponiendo en La Laguna, precisamente, en LM Arte Colección, que dirige Eliseo Izquierdo hijo, tan querido milagro de este tiempo en que la ciudad es, ella misma, una obra de arte… Su entrega se titula Divertimento, y su sitio es La Carrera, el lugar creado por el tiempo para hacer de La Laguna una ciudad que habla, que jamás deja de hablar, hasta que por la noche la que habla con la ciudad es la bruma, una pintura que también es propia de José Luis. Muchas veces me lo imagino por esas calles a las que ahora acude como el artista que es, mirando a los celajes, buscando allí, junto a los que viven, a quienes ya no están, como Arturo Maccanti y tantos otros, explicándoles la raíz de su propia vida en este milagro que es La Laguna.

Muchas veces pienso que La Laguna es la ciudad que no deja a nadie atrás. Y quizá no es cierto, quizá exagero, pero si exagero es porque soy también un poco lagunero. Ahora que la recuerdo y estoy lejos miro las maguas que dejó Fajardo en mis paredes y siento que, esté donde esté, ese lugar del tiempo que es La Laguna vive adonde vayamos cualquiera de nosotros. Y ahora es, otra vez, como lo fue siempre, el lugar en el que Fajardo le rinde homenaje a su raíz.

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