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Opinión | El lápiz de la luna

Ya no sé a quién creer

Llegados a este punto busco abrigo al amparo de alguno de los mayores que me rodean y aún conservan un poco de sentido común

Un hombre leyendo un libro digital. Freepik

Un hombre leyendo un libro digital. Freepik / Freepik

Crecí entre dos bandos. El bando de los mayores que decían que uno era más feliz viviendo en la ignorancia y el otro que argüía que el saber no ocupaba lugar.

Me decanté por el segundo y no me fue mal. Tampoco del todo bien, ya que el saber no ocupa lugar, pero ese hueco que siempre queda por llenar es a veces insoportable. Creo que la mayoría de mis crisis existenciales se hubiesen evitado de haberme arrimado a la sombra del primer árbol.

Sin embargo, he sido feliz. Me desarrollé cultivando la curiosidad, rodeada de libros y escuchando a los mayores, que siempre tenían una solución para todo, más o menos acertada, que a la postre solía funcionar. Que si una cebolla partida por la mitad en la mesa de noche alivia la tos. O que los baños de romero evitan la caída del pelo y las infusiones de hinojo aplacan los gases.

También sabían de nutrición, porque con la remolacha subías el hierro, con los plátanos el potasio y el pescado era una fuente de vitaminas. ¿Cuáles? No sabían decirte; luego, había que comerlo, mínimo, dos veces en semana.

Una no tenía con quién comparar la información que te daban los más viejos y sabios de la familia más que con los médicos, que en ocasiones coincidían con ellos. Eran otros tiempos. Tiempos en los que, en cierta manera, vivíamos en una ignorancia sana que daba cierta paz.

Muchas veces converso con mis amigas sobre lo afortunadas que fuimos al tener el primer móvil con quince años y sin acceso a internet. Era un aparato feo y grande, con poco atractivo más allá de los SMS y los toques cuando te quedabas sin saldo.

Tampoco había redes sociales, así que las comparaciones —y las críticas— se hacían en la plaza del pueblo, el ratito que estabas en la calle y, ante cualquier duda, del tema que fuera, se hablaba con los hermanos o los primos mayores.

Ahora, desde que entras en Instagram (no tengo TikTok, una red tremendamente más adictiva que IG), te encuentras a muchísima gente especialista en psicología, psiquiatría, docencia, nutrición, fitness, bricolaje o la reproducción de la hormiga hawaiana.

Los jóvenes están saturados de sobreinformación y, por tanto, de desinformación, porque hay ocasiones en las que especialistas de una misma rama se contradicen. Eso sucede especialmente con los nutricionistas, quienes con la misma fe que te recomiendan kéfir hasta vomitar, te dicen que es nocivo porque fermenta en el intestino.

¿Qué hago, como o no como kéfir? Y así con muchísimas otras tantas cosas. Esta costumbre de estar en la contradicción constante me hizo volver a mi infancia y acordarme del bando que se inclinaba por vivir en la ignorancia.

No sé si es la edad, el hastío de este momento social que nos rodea o verdadero miedo, pero me descubro en más de una ocasión huyendo de las recetas mágicas, de los rituales que auguran fortuna y éxito y de toda aquella conversación que empieza con un «¿Te sucede equis? Tengo la solución para ti».

Llegados a este punto busco abrigo al amparo de alguno de los mayores que me rodean y aún conservan un poco de sentido común. Quizá porque acumulan saber o porque viven en la ignorancia que se cuece detrás de las pantallas.

Por ahora tengo un bote salvavidas, me pregunto cuánto me aguantará en futuras riadas y qué haré para salvarme en unos años.

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