Opinión | Análisis
Pedro Quintana Andrés
500 años de la fundación de la parroquia de Santa Brígida
La iglesia representaba la identidad misma de la comunidad, el espacio en el que cada generación se reconocía como parte de un todo; era el elemento distintivo frente a otras comunidades

Postal de la parroquia de Santa Brígida datada a comienzos del siglo XX, perteneciente a la colección de José Antonio Pérez Cruz ‘Teno’. / Fedac
El 21 de octubre de 1525, la modesta ermita de Santa Brígida fue elevada a la categoría de parroquia por edicto del obispo Luis Cabeza de Vaca. Este hecho, aunque humilde en apariencia, representó un hito significativo en el contexto de una isla que vivía un intenso dinamismo demográfico y económico. La creación de la parroquia marcó un antes y un después en la vida cotidiana de los habitantes de La Vega -territorio que se extendía desde el Monte Lentiscal hasta la sierra de Tejeda-, y contribuyó decisivamente a forjar la idiosincrasia propia de los vegueros.
A partir de entonces, los vecinos pudieron recibir los sacramentos -bautismo, confirmación, matrimonio y extremaunción- sin necesidad de desplazarse hasta la parroquia del Sagrario, en la catedral de Las Palmas. Además, la nueva parroquia otorgó a la comunidad un mayor grado de autonomía jurídico-administrativa frente a otras parroquias y al propio cabildo catedralicio. Fue, a partir de ese momento, cuando la parroquia pasó a ser mucho más que un simple lugar de culto: se convirtió en un símbolo del compromiso comunitario. Representó un acto público de implicación vecinal en la dotación de ornamentos, el sostenimiento del culto y el mantenimiento del edificio parroquial. Esta responsabilidad compartida se manifestó desde las primeras remodelaciones de la antigua ermita, continuó con la construcción del nuevo templo a finales del siglo XVI y se reafirmó tras el trágico incendio ocurrido en octubre de 1897, cuando decidió levantar a su costa la tercera iglesia de su historia, la actual.
La iglesia se transformó en uno de los pilares fundamentales de la vida de los vegueros. En su interior se celebraban los principales ritos que marcaban el ciclo vital de los fieles: el bautismo, que los incorporaba a la comunidad cristiana; la confirmación, administrada por el obispo en sus visitas, que los reconocía como adultos dentro de la fe; el matrimonio, que legitimaba la unión conyugal y a los hijos nacidos o por nacer; y la extremaunción, cuyo último acto era la inhumación bajo el suelo sacralizado del templo.
Máxima expresión
El concepto de espacio y tiempo circular propio de la religión cristiana impregnaba la vida cotidiana de los vegueros, convirtiéndose en la columna vertebral de la mentalidad de la época. En este marco simbólico y espiritual, el templo no era solo un lugar de culto, sino la máxima expresión del logro colectivo. Por ello, no se escatimaban esfuerzos para su construcción, mejora o dotación: se contribuía con dinero, materiales o trabajo físico, pues la iglesia representaba la identidad misma de la comunidad, el espacio en el que cada generación se reconocía como parte de un todo. Era, en definitiva, el elemento distintivo frente a otras comunidades, una especie de sello indeleble que permitía a los vegueros reconocerse entre sí.
Este fuerte sentido de pertenencia resulta clave para entender la cohesión de los vecindarios que ocupaban los territorios de lo que entonces era el lugar de La Vega, incluso más allá de sus fronteras físicas. Aun cuando algunos vecinos emigraban de forma definitiva, mantenían sus vínculos con la parroquia de origen, enviando desde sus nuevos lugares de asentamiento donaciones en metálico, ornamentos o imágenes religiosas. Un ejemplo notable de ello fue el Niño Indiano, presente en el templo hasta el incendio de 1897, que regaló don Tomás de León Ramírez, clérigo, en su testamento que realizó el 11 de noviembre de 1745 en Caracas, Venezuela.
El valor simbólico del templo ha perdido protagonismo frente a otras formas de sociabilidad, pero la conmemoración es necesaria
La iglesia marcaba el ritmo de las labores diarias con el sonido de sus campanas, pero también organizaba el calendario anual a través de celebraciones litúrgicas y actos civiles. Estas festividades, como las de Santa Brígida, San Antonio o La Naval reunían a familias y vecinos de pagos alejados, generando espacios de encuentro donde se intercambiaban productos en las ferias de ganado, se concertaban noviazgos y se sellaban alianzas comunitarias. En este contexto, la parroquia no solo representaba a la población ante la estructura eclesiástica, sino que también actuaba como refugio de los más vulnerables: viudas, huérfanos y desposeídos hallaban en ella consuelo material y espiritual, mediante limosnas y ayudas sostenidas por la caridad de los feligreses.
A su vez, muchos vecinos entregaban rentas y bienes para la fundación de misas perpetuas, buscando con ello el perdón eterno y reafirmando su vínculo con la comunidad más allá de la muerte. La iglesia era, así, un espejo de la sociedad veguera: reflejo de su economía, de sus creencias y de su forma de vida, desde los orígenes de la parroquia.
Hoy, en un contexto marcado por una creciente secularización, el valor simbólico del templo ha perdido protagonismo frente a nuevas formas de sociabilidad. Sin embargo, esta conmemoración sigue siendo pertinente y necesaria: no solo rememora el acto fundacional de la elevación de la antigua ermita a parroquia en 1525, sino que constituye también un homenaje a todas las generaciones de vegueros que, durante medio milenio, sostuvieron, protegieron y engrandecieron este espacio común, crisol de sus inquietudes, esperanzas y creencias.
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