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Opinión

Michel Millares

Las Palmas de Gran Canaria

La crisis del pan y del modelo de ciudad en Triana

El cierre de una panadería centenaria simboliza la pérdida del comercio local, la identidad vecinal y el avance de la gentrificación

Mostrador de la panadería Miguel Díaz, en una imagen de archivo

Mostrador de la panadería Miguel Díaz, en una imagen de archivo / JOSÉ CARLOS GUERRA

La orden de cierre de una panadería establecida en el centro de la capital evidencia la indefensión de la sociedad ante una resolución administrativa y judicial que nadie entiende. Porque no puede ser cierto que no se pueda resolver una autorización de actividad que han ejercido 4 generaciones durante 105 años, con la confirmación de su impacto positivo en la comunidad y el reconocimiento de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, la Asociación de Vecinos de El Terrero y Triana, y la Junta de Cronistas Oficiales de Canarias, tal como figura en la placa que colocaron en la fachada poco antes de que una sentencia negara la existencia de la panadería.

Como industria, está afectada por la normativa para actividades molestas, nocivas, insalubres y peligrosas (definición que nació con el Decreto 2414/1961 con la semántica propia de la época). No hay restaurante, taxistas, heladería o sala de bingo que no cumpla con las exigencias legales -cada vez mayores- para mejorar la calidad de vida urbana y preservar el bienestar de la vecindad, con especial atención a las instalaciones industriales, maquinaria, transporte, etc.

El salto normativo en estas últimas décadas para adaptar nuestras normativas a las directrices de la UE ha sido enorme, lo cual nos sitúa entre los lugares del planeta con las más avanzadas leyes para minimizar el impacto de las actividades industriales. Los profesionales y comerciantes se forman y preocupan por cumplir las normas, con el consiguiente gasto, pero en este caso no basta con presentar un proyecto para mejorar la seguridad, eliminar ruidos, vibraciones o humos. No hay continuidad sino cancelación de una actividad con más de un siglo de permanencia y de vínculo con el barrio. Órdenes que se expiden con un lenguaje imperativo.

Pero cerrar la panadería es, también, hacer menos habitable el barrio, quitar el pan bueno y de proximidad a sus vecinos y favorecer los procesos de gentrificación, ya que acelera y profundiza la pérdida de identidad y tejido social, reduciendo esos espacios de encuentro, puntos de referencia y parte de la cultura local. Cuando desaparecen los comercios y pequeñas industrias de barrio se rompe la vida cotidiana comunitaria (ya no hay trato personal, confianza, redes vecinales).

El barrio pierde elementos que lo hacían auténtico y distintivo, lo cual paradójicamente facilita que se convierta en un “escenario” más estandarizado y vendible para nuevos residentes de mayor poder adquisitivo, típico de franquicias, convirtiendo el espacio en algo más impersonal y atractivo para un público externo, menos para quienes vivían allí.

Esa sustitución de los antiguos comercios y talleres por negocios orientados al turista o a rentas altas, conlleva la apertura de franquicias, cafeterías gourmet o restaurantes caros, tiendas de marcas globales, negocios turísticos (souvenirs, colivings, cadenas…) que pueden pagar alquileres mucho más altos, lo que eleva artificialmente el precio comercial de toda la zona, aumenta el coste de vida local, cambia el público objetivo del barrio y, como resultado, el comercio se ajusta a las preferencias del nuevo residente, no del vecino de siempre que se siente cada vez menos identificado con su entorno.

El cambio produce un efecto económico en cadena que dispara alquileres, ya que el goteo de cierres del comercio de proximidad es un síntoma y a la vez motor de la gentrificación. Seguidamente suben los alquileres a viviendas y locales, se encarece y dificulta el día a día (comprar, comer, tomar un café, etc.) y se produce una expulsión progresiva de habitantes originales junto a la homogeneización social (sube el nivel de renta promedio), ya que cada vez son más los vecinos con menos recursos que se ven obligados a marcharse.

Al final, ya sea por voluntad de la administración o por obcecación del sistema burocratizado, se produce la transformación del uso del espacio urbano con una lógica sencilla: sin comercio de barrio, el vecindario deja de funcionar como ecosistema local y pasa a funcionar como producto urbano con más viviendas turísticas, menos vivienda residencial; Más tránsito temporal, menos arraigo; Menos vida callejera real (la genuina) y más consumo puntual, que no quiere decir que se garantice un futuro brillante, sino más bien de silencio y despoblación.

Y esta ciudad tiene mucho de desarraigo y de ceguera con un crecimiento poblacional que se situaba en 75000 habitantes cuando se abrió la panadería y hoy la población quintuplica aquella cifra. El proceso se desmadró en el siglo pasado que acabó con su estampa de lugar apacible y hospitalario para convertirse en los 50 y hasta hace unas pocas décadas en la meca de la vida nocturna para que el péndulo tomara la dirección contraria con el cierre de locales de música en vivo, prohibición de terrazas, sentencias contra la celebración del Carnaval en sus espacios tradicionales (en los últimos años se va extendiendo el programa hasta hacerse insoportable, como en 2026 que -al parecer- se desarrollará entre enero, febrero y marzo) y es que cuando se abusa del territorio también se espanta al residente.

Aprovecho para poner otro ejemplo de esta semana sobre la falta de empatía de las administraciones con los productores locales. En Los Realejos (Tenerife) celebran el 70 aniversario de la unión de los dos municipios (Alto y Bajo) con diversos actos que han salido a concurso en un pliego que incluye la compra del vino, pero no de la D.O. Valle de La Orotava de la que forman parte 17 bodegas del municipio realejero. Tampoco de Tenerife o de otra isla del Archipiélago Canario. Probablemente saldrá más barato comprarlo de la Península, pero a la larga estas cosas hacen que se pierda el interés por lo local y el abandono de las actividades, las tradiciones y, en definitiva, la identidad.

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