Opinión | El trasluz
No sé quién soy

Transistor. / Shutterstock
Siempre he sido partidario del análisis como arma de combate contra la perplejidad o la duda. Me funcionaba, me funcionó desde que aprendí a descomponer la oración gramatical en sus partes, tratando de distinguir los sustantivos de los adjetivos y estos, a su vez, de los adverbios o los verbos, etc. Me parecía útil averiguar qué era cada cosa y, más tarde, cuando llegué al análisis sintáctico, la función que desempeñaban en la frase (sujeto, complemento directo, etc.). Desmontar una oración para volver a montarla era como desmontar y montar la realidad a fin de digerirla. La palabra análisis adquirió enseguida para mí una connotación mágica. Gracias a ella, los significados del mundo se desplegaban ante el entendimiento con la facilidad y la gracia con las que se extienden las varillas de un abanico ante los propios ojos. Cuando leo atentamente los resultados de un análisis clínico, que divide la salud en hemoglobina o hematíes, en monocitos o neutrófilos, o eosinófilos y basófilos, para dar explicación de los síntomas, siento que el mero hecho de entender es aliviar. Yo mismo he sido, durante años, el objeto de mi análisis, llevado a cabo en un diván desde el que establecía asociaciones libres que a veces se abrochaban para dar forma al sentido. Para crear sentido. De ahí también que haya apreciado tanto, a lo largo de mi vida, los análisis políticos.
Salgo a caminar escuchando por la radio las primeras tertulias de la mañana. Pero todos los comentarios, de un tiempo a esta parte, me parecen deficientes por previsibles. Escucho detrás de ellos la perplejidad, cuando no el pánico, de quienes los ejecutan de manera mecánica, aplicando fórmulas convencionales que no funcionan porque el mundo se ha vuelto ya inanalizable. Eso es lo que creo que sienten los expertos (y las expertas, puto genérico con discapacidad), impotencia, eso es lo que me transmiten, de manera que vuelvo a casa más confuso de lo que salí. Suelo resolverlo leyendo poesía que, lejos de atenuar el desconcierto, me ayuda a habitarlo, que no es poco. Pongamos Gamoneda. Pongamos estos versos: “No sé quién soy. / Escucho mi respiración en la oscuridad”.
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