Opinión | La Calle Nueva
Periplo por el Puerto
Sigo siendo del Puerto y sigo siendo, en cierto modo, al menos mientras escribo o sueño, un chico del Penitente o de la Asomada, y lo sentí ahora muy especialmente, cuando me invitaron los amigos que organizan Periplo, una hermosa iniciativa cultural que lleva con vida desde hace cerca de veinte años y que es una emocionante explicación de la pasión portuense por el aula, la escuela y la cultura

Vista parcial del Puerto de Las Palmas con la parcela escogida para la planta de gas a la izquierda. / ANDRES CRUZ
Me hice del Barça porque en mi barrio, La Asomada, del Puerto de la Cruz, se escuchaba mejor que otra la radio que emitía desde Barcelona. Así fue. No es una coña. Mi madre rechazó la primera radio que llegó a la casa porque ella, que por otra parte era una mujer moderna para aquel tiempo, creía que, en la dichosa radio, como decía, había diablos dentro. Un día posterior al primer fracaso mi padre lo intentó de nuevo, porque a él sí le gustaba aquella modernidad. Entonces ella no estaba en casa, o estaba en la platanera, los hombres pudieron desenvolver el armatoste y desde entonces hubo radio en casa.
Gracias a la radio aprendí a leer. Estaba puesta todo el día, de la mañana a la noche. Llegué a saberme todos los nombres de los que hablaban al micrófono, como si formaran parte de nuestra casa. Como entonces todo era más bien defectuoso, en mi casa y en todas las casas, e imagino que en el mundo, no funcionaba bien la antena. Como yo era el enclenque de la casa, y del barrio, mi madre me colocaba las antenillas entre los dedos de los pies, seguramente para que el calor elevara la intensidad del aparato.
Fui tan feliz con la radio que aun hoy una de las instancias más perennes de mi felicidad proviene de la radio, que en mi casa va conmigo a todas partes y me acompaña en los desplazamientos, en España y en el extranjero. Aprendí con ella a leer, porque era fácil en mi tiempo asociar lo que oía con las letras que iban entrando en mi vocabulario de niño. Llegué a hablar y escribir sin haber recibido de nadie, sino de mi madre, lección alguna sobre cómo hacer de lo hablado algo que se pudiera escribir.
Mi madre era una mujer culta, o muy culta, en una sociedad pobre. Pero ella había ido a la escuela republicana y también a la escuela de la dictablanda. Cuando la dictadura de Franco fue la vigente ya dejó de ser posible, para las familias no pudientes, mandar a los chicos a la escuela. Mi hermano Paco fue a la escuela, y al colegio, porque mi padre aun tenía posibles, pero mis hermanas, seguramente porque eran chicas, enseguida se pusieron a trabajar en los empaquetados.
Mi suerte fue también una desgracia. Nací asmático, por así decirlo, porque al menos yo no recuerdo otra instancia de salud en mi vida de niño. Siempre había a mi lado o bien una bombona de aire que me aliviara los ataques o también un fuchi-fuchi que alternaba con mi abuelo, también asmático.
Fui un asmático en casa, y muchos años fue así, hasta que me fui de allí y como por arte divina dejé de tener los ataques. El hecho de que mi abuelo fuera también un asmático me hizo pensar que quizá no era tan grave, con serlo, lo que a mí me sucedía. Pero lo cierto era que casi todas las noches, pues sucedía por las noches, tenía espasmos inclementes que hacían que mis padres y mis hermanos, asustados por la expresión de mal tan traicionero, rezaran porque volviera a respirar. Y volvía, y no me acordaba después del enorme peligro que había arrostrado.
Luego me fui rehaciendo; fui a la escuela, a muchas escuelas, y abrigué la idea, incluso, de ir a la universidad a la vez que desarrollaba mi idea loca, y feliz, de hacerme periodista. No pudieron atajarme. Mi madre me retuvo en casa lo que pudo, pero yo ya estaba yéndome a las afueras del barrio, del pueblo y hasta de la isla, como si estuviera cumpliendo una pasión que me había nacido gracias a las ondas.
Era la radio la que me llevó por esos mundos, y eso ocurre hasta hoy. En el Puerto, cuando todavía vivía en el Puerto de la Cruz, tuve maestros extraordinarios, a los que escuchaba como si yo estuviera tomando apuntes; me ayudó a ser estudiante el Instituto de Estudios Hispánicos, de cuya biblioteca obtuve prestados los primeros libros que hubo en la estantería de mi casa… La estantería me la hizo un carpintero del vecindario. Mi hermana Carmela la vio subir al cuarto donde yo dormía y expresó esa sentencia: «Juanillo, eso no lo vas a llenar en tu vida». Carmela luego vio crecer la biblioteca y ella misma, como nuestra hermana Candelaria, se hicieron lectoras y pudieron leer lo que escribiera su hermano, el que llenó de libros aquella vida.
Ahora sigo siendo del Puerto y sigo siendo, en cierto modo, al menos mientras escribo o sueño, un chico del Penitente o de la Asomada, y lo sentí ahora muy especialmente, cuando me invitaron los amigos que organizan Periplo, una hermosa iniciativa cultural que lleva con vida desde hace cerca de veinte años y que es una emocionante explicación de la pasión portuense por el aula, la escuela y la cultura.
Esta vez me invitaron a hablar, y yo lo hice con muchas ganas de ser escuchado y de ser abrazado, y de abrazar, a una ciudad como la mía. Confieso que fue una jornada muy emocionante, pero fue especialmente inolvidable algo que sucedió al final, cuando ya nos íbamos y un señor agarró el micrófono y se dirigió a mí, que estaba en el estrado y carraspeando, porque la jodida asma regresó a mis pulmones. Me dijo aquel señor, que debe tener menos años que yo, que él leía estos textos que publicó aquí porque de esa manera sentía que la vida también podía contarse…
No diría eso exactamente, pero creo que algo así salió de su boca. Y él no sabe hasta qué punto eso que dijo llegó a mi alma de chico del Puerto, en ese momento de vida al lado del lago de Martiánez y de César Manrique.
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