Opinión | reseteando
Cómo no pudrirse en el extrarradio
Lo más valioso es que han alejado durante un buen rato la garra de la soledad

Vecinos de Cuesta del Parrado se reúnen para combatir la soledad no deseada / José Carlos Guerra
No se reúnen para una relectura de las cartas entre Freud y Jung, ni tampoco para analizar con semblante cariacontecido el último movimiento del poder empresarial para hacerse con una porción de Armas. En el extrarradio de Las Palmas de Gran Canaria, en San Francisco de Paula, media docena de hombres –no veo mujeres– salen de sus casas para luchar contra la epidemia que afecta a los mayores: la soledad.
Huyen también de la droga que acaba enterrándolos en vida, esa televisión mañanera, a todo volumen, que los inunda de sucesos casi irreales y que les crea una vida paralela: asesinatos, palizas, robos, concursos, okupaciones, el libro de Isabel Preysler, la estafa a dos solteronas en busca de amor, desapariciones... Un cóctel frenético que les embarra un 80% de las neuronas, una adicción que los entumece, los llena de moho y los empotra en el sillón articulado en un pesado sueño de sombras.
Aquí hay decenas de tertulias similares en espíritu a la «del bordillo». Hay variantes, al menos en la puesta en escena. Algunas utilizan esos rodillos enormes de madera, circulares, donde las empresas de telecomunicaciones enrollan sus cables. Les sirve para las partidas de cartas o dominó. Lo sitúan en un solar, en un jardín en precario, anémico, necesitado de agua. Hasta puede que el lugar aparezca en el Catastro bajo la titularidad de algún chupasangres de principios del XX.
Otros se han traído de la chatarra unos sillones de un vehículo de lujo para estar cómodos. Como no están atornillados, hay que evitar movimientos para no caer de lado. Uno ha cogido de casa una manta para que la humedad no traspase el tapizado y se le meta en los huesos. Y así todos los días de su pequeño mundo: una charla sobre las prótesis de cadera, la analítica de sangre, el nieto o nieta que acaba de nacer, los nubarrones, las tres gotas que cayeron, el conejo que se come la semilla del huerto, la vacuna del perro, la casa que acaba de alquilar un grupo de estudiantes.
En el interior de esos enormes garajes que son la válvula de escape para familias que no pueden ir a un restaurante, no faltan tampoco las reuniones para no aburrirse. El aburrimiento de una persona mayor suele tener un desvío: el aviso de una depresión, la desgana vital que puede arrastrarlo hasta el cementerio. Por eso, desde todas las instancias filiales, le han animado para que abra su garaje a unos pocos. Ha sido como de la noche al día: hay discusiones eternas por una fecha de nacimiento, la edad de María, el cambio de hora y hasta se acusan unos a otros de mentirosos.
Oyes palabras que empiezan a disolverse en el olvido, como porfiar, que para el caso de ellos es mantenerse en un dato o un argumento obstinadamente frente a otro que da por segura su versión.
La imagen de una virgen traída desde la Península o el extranjero formaliza, aparte de ser un enclave de ruegos y penas, un lugar para ver cómo anda el mundo. Hay disparates y opiniones pintorescas, por llamarlo de alguna manera, pero siendo así son hasta de mayor entereza que la visión de Milei dando un concierto de rock o la construcción de un lujoso, costoso e innecesario salón de baile por Donald Trump tras la destrucción de un ala de la Casa Blanca.
Para jolgorio de los presentes, les resulta desternillante que los partidos políticos o los agentes que manejan las encuestas los consideren líderes de opinión. Hasta el extrarradio van como perros babosos los candidatos para ofrecerles su apoyo, casi siempre un local social, unas jacarandas, una escalera eléctrica, un vado para el enfermo de ELA, un masaje, un patinete... No sé, cientos de promesas ofrecidas mientras bulle el caldo de una paella en la que cabe la cabeza de un dinosaurio.
Tras la marcha de la comitiva, todo volverá a ser igual. La tertulia, en el bordillo, en la casa garajera o junto a la virgen, sopesará sobre qué es verdad o mentira. Lo cierto es que durante una jornada se han sentido muy influyentes, al mismo nivel que Ramón Gómez de la Serna en el Café Levante o José Bergamín en el Lyon. Pero lo más valioso es que han alejado durante un buen rato la garra de la soledad.
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