Opinión | Observatorio
Jahel Sanzsalazar Padrón
El Louvre: el precio de la afluencia masiva

Museo Louvre, París, Francia / Europa Press/Contacto/Vincent Isore
Desde que la Gioconda desapareciera misteriosamente del Louvre una mañana de agosto de 1911, el museo parisino no había conocido un robo más audaz, rocambolesco y bochornoso que el que sufrió el pasado 19 de octubre, cuando unos ladrones irrumpieron a sus anchas en las salas, sirviéndose de una grúa y en plena luz del día, para sustraer ocho joyas de incalculable valor y huir en motocicleta. A diferencia del celebérrimo lienzo de Leonardo da Vinci, que fue encontrado en Florencia dos años después, hay pocas esperanzas de que las joyas hurtadas reaparezcan intactas. A pesar de la reciente detención de dos sospechosos presuntamente implicados en el caso, se teme que se hayan perdido para siempre. Para evitar su rastreo, los ladrones habrán procedido ya a desmembrarlas, extrayendo las piedras preciosas de sus monturas para venderlas fragmentadas.
Al margen de la pérdida de valor histórico y crematístico, el robo supone una herida simbólica para Francia y una vergüenza para su museo estrella, considerado durante siglos un bastión inexpugnable de la cultura universal. La presidente general de la institución, Laurence des Cars, ha reconocido ante la comisión del Senado el fracaso de la vigilancia en todo el perímetro del museo. La califica de insuficiente y de la competencia de la prefectura de policía, por lo que ha solicitado al ministerio de interior estudiar la posibilidad de instalar una comisaría en el seno del museo. Al mismo tiempo, denunció la «crónica falta de presupuesto» en materia de seguridad e infraestructuras, un problema sobre el que —dijo— «no ha dejado de alertar desde su nombramiento en 2021»
Este robo de película pone de relieve una situación alarmante que no es nueva. Es el síntoma más patente de un mal más profundo y prolongado. La precariedad del personal y la sobreafluencia de visitantes llevan años desbordando los límites de lo sostenible. Viví y recuerdo con nitidez la huelga de los vigilantes en junio de 2014, cuando trabajaba en el Departamento de Pinturas flamencas y holandesas: protestaban por la falta de efectivos frente al crecimiento exponencial de turistas y la presencia cotidiana de bandas organizadas de carteristas, cada vez más agresivos. Pese a que el ministerio prometió por entonces reforzar la seguridad alrededor del museo, no atendió a las preocupaciones del personal interno, y la situación no ha hecho más que agravarse y volverse incontrolable.
Diez años después, poco ha cambiado. Los recortes presupuestarios —más del 25 % en la última década— y la reducción de plantilla han dejado al Louvre expuesto. Para muchos de sus empleados, el robo no fue una sorpresa, sino una «catástrofe anunciada».
El espectacular robo es la punta visible de un iceberg que llega hasta las entrañas de la institución. El problema no se limita a la seguridad. También compromete la esencia misma del museo. La reducción de los fondos destinados a investigación y conservación contrasta con la inversión creciente en comunicación y marketing. Recuerdo mi indignación al conocer las cifras: un presupuesto irrisorio para restauración frente a millones destinados al rediseño de su logotipo. Irónicamente, tras el robo, el museo ha retirado su eslogan publicitario «Évadez-vous au Louvre» («Evádase en el Louvre») para no dar más ideas.
El Louvre se ha convertido en un símbolo de la contradicción entre el ideal humanista del museo y su deriva. La lógica de la rentabilidad ha ido desplazando a la del conocimiento. Adolece de una precariedad que no se explica con los ingresos crecientes de su taquilla, siendo víctima y verdugo de una sobreafluencia buscada e incentivada, sin duda causa y aliciente del desastre que vive.
Visitar el Louvre, más que un deleite, es hoy una experiencia dolorosa: las interminables filas y las salas saturadas dificultan la contemplación y, con ella, el placer estético. Se olvida que el disfrute —el goce del arte— forma parte de los principios fundamentales del ICOM (Consejo Internacional de Museos), que define el museo como una «institución permanente, sin ánimo de lucro y al servicio de la sociedad, que investiga, colecciona, conserva, interpreta y exhibe el patrimonio material e inmaterial»
Como solía decir mi querido maestro Matías Díaz Padrón, el éxito de un museo no debería medirse «por su caja registradora», sino por su capacidad para cumplir esos principios. El turismo masivo es incompatible con la sostenibilidad, con la esencia y la dignidad misma del museo. Un museo no debe ser nunca un negocio, debe vivir de la financiación del gobierno y no depender de sus ingresos comerciales. Desde la apertura del centro comercial bajo la pirámide en 1989 o el desplazamiento de su librería especializada —antes una de las mejores del mundo— para dar paso a una tienda de souvenirs, el Louvre parece haber perdido parte de su alma.
Lo que debería ser un templo del arte se ha convertido en una maquinaria turística, en un parque temático que olvida su razón de ser. El robo de octubre no es solo un escándalo policiaco, sino el síntoma evidente de una crisis más profunda: la pérdida de los valores que hicieron del Louvre un faro de la cultura universal.
El vacío dejado por las joyas robadas no es solo físico: revela una grieta moral. Lo que está en juego no es la seguridad de un museo, sino su alma. Tal vez haya llegado el momento de preguntarnos qué queremos que sea el Louvre —y, por extensión, nuestros museos—: templos del arte y del conocimiento, o simples escaparates de una cultura que confunde la emoción con el espectáculo superficial y la visita con el consumo.
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