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Opinión | Tropezón

Aquí hay tomate

Aquí hay tomate

Aquí hay tomate / Freepik

A menos que sea uno perfumista o catador de vinos, el olfato es utilizado preferentemente como escudo de protección, ante posibles peligros:”huele a quemado”,”este pescado apesta”,”cámbiate de camisa, que hueles a sobaquina”.

Pero paradójicamente, algunos de los aromas atesorados en nuestra memoria son capaces de evocar recuerdos turbadores, y hasta sensaciones añoradas, cuya inesperada irrupción nos sobrecoge, desprevenidos. Puede ser el irrepetible olor del zaguán del caserón de nuestros abuelos. O la casa donde veraneamos, con ese prometedor aroma que nos asalta al entrar-” huele a vacaciones”-. Porque no es solo la intensidad del olor, es su calidad y su contexto en nuestra memoria.

Veamos un ejemplo: yo tengo en mi disco duro olfativo el aroma de los tomates que de pequeño mordía ávidamente directamente de la planta de nuestro huerto familiar. O años más tarde el de los tomatitos cagones, que tan bien maridaban en el sofrito de cebolla de mis desayunos infantiles. Pero claro, aunque la nostalgia tuviera su protagonismo, en la evocación tampoco era ajena la calidad de la fruta.

Y ahí quería llegar. Porque resulta que en un reciente viaje a Madrid, en una frutería de Pozuelo donde se ponía en valor la calidad de sus tomates, exhibidos con sus correspondientes lasquitas para su cata, tuve la suerte de resucitar un aroma hermanado al tomate de mi infancia. Superada la impresión inicial inicié animada conversación con Rodrigo, el experto responsable del tomaterío. Al explicarle que venía de Canarias, no se cortó un pelo con una temeraria generalización sobre ”el insulso tomate canario, nacido de unas insípidas semillas holandesas”, sacrificando el sabor en aras de su mayor rendimiento; para revelarme a continuación que el tomate que acababa de degustar era local, de Villa del Prado, cosechado en Julio, Pero que el de Alise, un ibérico de Zamora, no le iba a la zaga, aunque para catarlo habría de volver en invierno. Tras un elogio de los clásicos, el tomate rosa de Aragón, el Montserrat de Catalunya, o el más trillado Raf de Almería, nos despedimos efusivamente, él con una buena venta y yo con un firme propósito de volver a la tomatería. Emulando por cierto el símil de la tradición catalana según la cual el que ha bebido agua de la fuente de Canaletas habrá de volver irremediablemente a la ciudad condal.

Pero como el tema va derivando hacia la calidad del tomate, voy a correr el riesgo de recordarles una excursión de nuestra cofradía gastronómico cultural de San Millán por tierras de Extremadura, de la mano de Q.M., cofrade y marqués de la Frontera.

Nos acogieron su hermana Virginia y su marido en una gran finca de la que forma parte el parque natural de Monfragüe, y tras la excursión entre encinares y pastos, a lomos de varios todoterrenos 4x4, nos invitaron a una espléndida comida a la sombra de unos robles venerables, atendidos todos como marqueses, en un entorno de lujo y magnificencia que recordaba una escena de la Escopeta Nacional. Pues bien, acompañando a los obligados embutidos de la zona, se nos sirvió una espléndida ensalada, protagonizada por un elenco de tomates, cuya denominación estuve demasiado impactado para reseñar, pero que a juicio de todos los agradecidos comensales, acababan de probar por fin ”unos tomates, que sabían a tomate.”

Hasta el punto que a riesgo de parecer gorrones tuvimos el privilegio de poder repetir por dos veces.

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