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Opinión | Isla martinica

El cínico

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, comparece en la Comisión de Investigación sobre el 'caso Koldo', en el Senado, a 30 de octubre de 2025, en Madrid (España).

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, comparece en la Comisión de Investigación sobre el 'caso Koldo', en el Senado, a 30 de octubre de 2025, en Madrid (España). / Eduardo Parra - Europa Press

En los años de ebullición del sanchismo, como una etapa natural en su evolución histórica, se fue consolidando una figura en la sociedad española que no sé si tiene correlato en el mundo occidental. El perfil de personalidad al que hago referencia es el del cínico, entendiendo por éste a un individuo por completo ajeno a las convenciones morales al uso y fortísimamente influido por la tradición de la picaresca nacional a la que, en cierta manera, encarna y representa en estos instantes. La definición filosófica del fenómeno atiende a varios factores, unos históricos y otros claramente psicológicos. Podríamos asociar al moderno cínico con el impagable Diógenes alejandrino, pero quedaría un cuadro poco representativo del actual servidor de la postura cínica. Incluso se podría apostar por el buscavidas de Quevedo y la España del siglo XVII, aunque la distancia en el tiempo desmerece el parangón. Sin embargo, el cínico de estos días compila las fórmulas de antaño y las llega a sublimar, dejando un precipitado generacional único y distintivo del primer tercio del siglo XXI.

En el esfuerzo por encontrar un modelo en el que se reconozcan los cínicos de la modernidad me veo en la necesidad de recurrir a Diderot, quien los trató asiduamente y hasta los sufrió en carnes propias. En los Escritos filosóficos, vierte una exhaustiva descripción más que provechosa para la actualidad: «impenetrables en el disimulo, crueles en la venganza, constantes en sus proyectos, sin escrúpulos en los medios de triunfar, animados de un odio profundo y secreto, parece que hay entre ellos un complot de dominio, una especie de liga». Magnífico retrato que, insisto, perfila los elementos básicos con los que se presenta el cínico en la sociedad. No obstante, Diderot culmina la estampa con un latiguillo que redondea la imagen: «el orgullo es más vicio suyo que nuestro». Y ciertamente esta es la clave diferencial del cínico moderno frente al pícaro histórico.

En otro tiempo, el cinismo se amparaba en la oscuridad, en los bajos fondos, entre lo peor de la sociedad, mientras que en los últimos años se manifiesta a plena luz. Es más, se enorgullece abiertamente de sus fechorías, de la falta de frenos morales, alardeando de sus éxitos, amén de convertirlos en triunfos a imitar. Este es el particular cínico que uno puede tropezarse en la vida laboral, en la contienda política, por no decir en la cola del supermercado o en la escalera de la vecindad. Por desgracia, o quizás no, ya que todo depende de los ideales de cada cual, el cínico confirma y consolida la imagen actual del hombre que gana prestigio, tanto como crédito personal, en la sociedad de nuestros días. Visible en los concursos de telerrealidad, en las reuniones de trabajo de las grandes empresas, en los claustros de profesores y, por supuesto, en el mundo de la política.

Poco se puede hacer ante la orgullosa presencia del cinismo salvo mantener la conciencia limpia y tranquilo el ánimo. Aun así, estamos a las puertas de un vuelco generacional, todavía por determinar, en el que los cínicos deberán atender al consejo del sabio Lichtenberg: «más valdría que esta gente se fuera a dormir en vez de decir tantas necedades». Dios le oiga.

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