Opinión | Un carrusel vacío
Sostener el mundo

Sostener el mundo. / Vostoky
Ayer les anuncié a mis alumnos de 2º de ESO que tendrían que realizar un trabajo en grupo este trimestre. Varios rostros me miraron fijamente, con el terror reflejándose en sus pupilas, y resoplaron. Uno de ellos replicó: «¿No se puede hacer de manera individual?». Lo curioso es que no eran los peores alumnos; de hecho, se trataba de los más responsables.
El sentido de la responsabilidad es algo que nos inculcan desde una edad temprana. Cuando era estudiante, mis padres me decían que estudiar era mi trabajo, igual que el suyo era dar clase o dirigir un instituto, o el del frutero vender fruta. Me lo tomé muy en serio, hasta el punto de llegar a sufrir ataques de ansiedad antes de algunos exámenes. Mis propios padres tuvieron que prohibirme, en alguna ocasión, dedicar más horas al estudio, porque el tiempo de descanso también resulta fundamental y les preocupaba que me llegase a obsesionar. Sacaba muy buenas notas, pero, para mí, nunca eran suficientes; siempre aspiraba a más.
Más allá del mundo académico, el sentido de la responsabilidad, en general, es un valor muy apreciado en nuestra sociedad. La responsabilidad laboral o la emocional, que también cuenta. Quien se halle dotado de esta virtud funcionará mejor en el trabajo o en una relación sentimental o amistosa, porque concederá a todo ello una mayor importancia y se esforzará más por cumplir lo que a su papel le corresponde. Se benefician, sobre todo, las personas que tienen la suerte de rodearlos: es maravilloso contar con un compañero de trabajo responsable o con una pareja o un amigo que siempre se va a encargar de contribuir a tu felicidad, porque considera que es su responsabilidad.
Pero, a menudo, no nos ponemos en el lugar de esas personas responsables. Porque el sentido de la responsabilidad es como un río que crece en el pecho y, a veces, nos desborda. Es fácil que se convierta en un exceso de perfeccionismo, en una obsesión por tener todo controlado, en la conciencia de sentir que las cosas pueden venirse abajo si dejamos de sostenerlas nosotros, solo nosotros. Y, en nuestra cabeza, nos contemplamos como una suerte de Hércules sujetando el mundo.
Los buenos alumnos suelen temer los trabajos de grupo porque, en muchas ocasiones, suponen un esfuerzo excesivo para ellos. Lo normal en una agrupación de este estilo es que haya una persona que, de manera espontánea, la lidere y tire del carro, organizando y repartiendo tareas, y varias personas que hagan su parte, aunque no contribuyan a organizar. Pero, si el responsable tiene la mala suerte de caer en un grupo de gente que se aprovecha de él, se encontrará realizando todo el trabajo él solo, o diciéndose aquello de: «Si quieres un trabajo bien hecho, hazlo tú mismo». Varias veces en mi vida he experimentado esta desagradable situación, en la que tienes que ganarte no solo tu buena calificación, sino también la de los demás. Y al final, te ves haciendo tu trabajo por duplicado o cuadruplicado.
Como profesora, he intentado evitar que mis alumnos sufrieran esta circunstancia, pero no resulta tan sencillo. Por increíble que parezca, el responsable tiende a proteger a sus compañeros y, por lo tanto, a no delatar su falta de implicación. Me recuerdo a mí misma haciendo exactamente eso.
El otro día, hablando con una persona cercana sobre todo esto, me confesó que, en su trabajo, su perfeccionismo era casi un problema para él, ya que lo cargaban con más y más tareas, alegando que era porque «lo hacía muy bien». Esto resulta habitual: nadie parece ver el límite, como si las personas responsables fueran Clark Kent y, ante lo que sería un exceso de trabajo para cualquier hijo de vecino, ellos se arrancasen la camisa y mostraran su traje de Superman, y cumpliesen esa tarea con una sonrisa blanquísima en la cara. A las personas responsables a menudo nos cuesta poner límites, y el mundo sobre nuestros hombros va pesando más y más. Llegan entonces el estrés y la ansiedad, esos compañeros invisibles para el resto que se convierten en monstruos por las noches, cuando te hacen prisionero del insomnio. Bajo el prisma del insomnio, cualquier problema crece.
En la universidad, jamás me perdía ni una clase. Mis apuntes eran de lo más codiciado, sobre todo en los días previos a un examen. Yo no sabía decir no, como si parte de mi responsabilidad fuera proteger a mis compañeros. Ellos disfrutaban de la cafetería de la facultad. Pasados los años, me arrepiento de haber sido tan generosa, en vez de venderlos, por ejemplo. Pero, probablemente, ahora haría lo mismo.
La vida, a veces, es como un trabajo en grupo que ha pedido un profesor, pero mucho más complicado.
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