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Opinión | Punto de vista

Se acabó la fiesta

Rafael Trujillo

Rafael Trujillo / La Provincia

Recogí las copas, las colillas, los platos; se acabó la fiesta, recogí las sillas, los barreños con el hielo ya diluido, las botellas vacías, decenas de ellas, los vasos medios llenos, que me fastidia porque me lo pegó mi madre, que nació y se crio con la dictadura de Primo de Rivera, y se hizo mayor con la guerra civil, la segunda guerra mundial, y con los levantamientos militares en Argentina cada año y medio, y todos esos conflictos llevan a un desabastecimiento tal, que, cuando se acabó la fiesta, y ves un vaso medio lleno dejado al tuntún, te da una rabia incontenible. Por último recogí los ceniceros, puse el lavaplatos y apagué las luces. Durante el merecido descanso, ya en la cama, mi sueño fue como todos, un disparate sin pies ni cabeza. De repente me vi en un auténtico guateque, pero no se confunda, aquello no era una juerga, una marcha, una rumba, ni siquiera un tenderete, se trataba de una fiesta exclusiva, de élite hippy, sin desorden ni griterío, ni gesticulaciones espontáneas y chuscas. En la fiesta de mi sueño sobresalían la elegancia y la distinción, los gestos medidos y las palabras parcas para que las conversaciones no se adentraran en la confianza gratuita. Era tan hippy pija que, ahora que lo pienso, en algún momento me llegué a aburrir. Lo cierto es que en el sueño me acordé de la comedia desternillante filmada por Blake Edwards en 1968, y protagonizada por Peter Sellers. Merece la pena volver a disfrutarla, no se la pierda. Allí se plasma la definición de un guateque, porque además, el título original en inglés es The Party (La Fiesta), pero con la lengua castellana tenemos la suerte de discriminar determinados significados que ya quisieran muchas lenguas. El título de la cinta otorgado en español era El Guateque, muy acertado, porque no es lo mismo un guateque, una fiesta, una juerga, una rumba o un tenderete. El guateque al que acudió Peter Sellers tenía un glamur sesentero inolvidable, al mejor estilo pop art de Andy Warhol: aquella casa, su diseño interior, la indumentaria de los escogidos invitados, el baile moderno, el menaje y la decoración toda, los colores y las formas psicodélicas. Y no deja de tener importancia que el intruso en el guateque de Blake Edwards era una persona de raza exótica y país pobre, mientras la mayoría de los invitados eran blancos de país desarrollado. Ahora que está de moda el racismo y el odio gratuito a los foráneos, deberíamos aprender que la fiesta es, en esencia, el encuentro de todos. En mi sueño había tres reyes de la fiesta, eran esos payasos de gente que uno ha tratado tantas veces en la vida, payasos en su sentido más peyorativo. Esa clase de gente que se ríe de las cosas preocupantes de los demás, sin ningún tipo de empatía ni conmiseración. Eran distinguibles porque el populacho, que yo no sabía de donde demontres había salido, los aclamaba efusivamente. Estaba un primer rey de la fiesta, diría que español, con cara de pícaro, y de pelo y tez oscuros, como alguien que se hubiera cruzado ocho siglos con los almorávides y acabara siendo un mozárabe cualquiera. Me inquietaba su risa fraudulenta fijada al rostro, pero peor impresión me dio el que andaba cerca de él, otro payaso con cara de conquistador medieval, con coraza de metal y todo, y con vox muy de Castilla la Vieja. En otro grupo, el populacho arengaba a un segundo rey de la fiesta, un argentino de ojos azules rasgados, con cara de mongol, si no fuera por el pelo erizado que lo convertía en más payaso aún. Hablaba del exterminio de las instituciones, de las prestaciones, de las construcciones y sus instalaciones, hablaba de tirarlo todo abajo, de empezar desde cero, y entonces proponía a los ilusionados una nueva criptomoneda que iba a reconstruir el mundo. En mi sueño, todavía no se conocía la estafa piramidal que llegó a ser la moneda cripto $LIBRA avalada por el personaje. Finalmente, al fondo del escenario, en el espacio más recóndito, estaba el verdadero rey: un norteamericano rubio, gordo y alto, se veía que gustaba de comer hamburguesas y cocacola, un tipo zafio, más cateto que chabacano, pero entre un adjetivo y otro andaba su promedio caracterial. De lo poco que pude escucharle entresaqué la obsesión de querer ser rey vitalicio, y que empezaría con un tercer mandato, un imposible en la constitución norteamericana.

Como en todo sueño inexplicable, de repente, de aquel jolgorio sin ton ni son se pasó a un escenario gris, era muy parecido al que narra Mario Vargas Llosa en La fiesta del Chivo, palabra esta que, como se sabe, señala a un macho cabrío, o a un cabrón, a secas. En este caso señala a Rafael Trujillo, un dictador que estuvo treinta años ejerciendo la violencia, la coacción y el miedo en República Dominicana. En la fiesta de treinta años del chivo la justicia avalaba y legalizaba las atrocidades del caudillo. Lo vi con mis propios ojos, me crucé con su mirada sombría, diabólica, con sus deseos sanguinarios, con su voluntad de poder inconmensurable. Vi las violaciones sexuales del viejo Trujillo, y cómo daba de comer a los tiburones la carnada de cualquier sospechoso de alguna cosa. Fue tanto el miedo que sentí, que pensé en que más valiera que la fiesta de los tiempos que corren durara eternamente, no fuera a ser que algún payaso de estos, con sus bufonadas, se convierta en chivo cabrón, y nos amargue la vida.

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