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Opinión | Observatorio

Acoso en las aulas, ¿desde cuándo?

Culpables somos todos por mirar hacia otro lado mientras el acoso destruye vidas en silencio

El aula de un colegio.

El aula de un colegio. / Quique García | EFE

Estamos viendo cada vez situaciones muy lamentables con noticias de alumnos y jóvenes que se quitan la vida, por motivo de acoso físico y psicológico de los compañeros de clase a lo largo de toda la jornada escolar y su continuidad en las redes sociales fuera del horario escolar.

Toda la vida hemos tenido en las aulas a los niños y niñas abusones y acosadores que tanto física como psicológicamente agreden a los más débiles, como si su única forma de divertirse fuera reírse y ridiculizar al más débil, y por desgracia, sin enterarse los adultos que están con ellos durante las horas de clase, patio o comedor. En la mayoría de los casos se producen los peores acosos cuando no hay adultos presentes, es decir, en los cambios de hora lectiva y en las zonas que el personal del centro no controla.

Los compañeros de los acosados siempre han sabido lo que sucedía en el aula y tienen identificados mejor que nadie a los acosadores, sin que alguien fuera lo suficientemente valiente para ayudar al débil. Puede resultar muy duro ver la realidad de lo que hemos estado permitiendo los testigos pasivos a lo largo de los años que hemos convivido con ello: el maltrato y acoso a un compañero.

Por supuesto que los culpables son los acosadores, que hieren, golpean, insultan, acosan, menosprecian y humillan a sus víctimas, que no tienen las herramientas suficientes para que no les afecte lo que los otros piensan sobre ellos. Porque entre iguales y a edades tempranas es muy importante ser aceptado por el grupo, y a veces no te muestras realmente como eres, para que no piensen «los que controlan el cotarro» que eres «un rarito». Como consecuencia, se humilla y ridiculiza al diferente por no pensar igual.

Mientras existan grupos humanos, sea de la edad que sea, siempre habrá personas que ejerzan dominación sobre otras por miles de razones, pero lo triste es ver cómo se ensañan siempre contra los más débiles o los que no tienen las herramientas sociales suficientes para desenvolverse.

Culpables somos todos, por pensar que las luchas entre alumnos del más fuerte contra los débiles ayudan a estos últimos a hacerse más fuertes sin intervención externa.

Culpables somos todos, cuando vemos situaciones de acoso hacia compañeros y miramos hacia otro lado.

Culpables somos todos, cuando teniendo los medios y conocimientos actuales, no actuamos en los momentos y lugares en los que se produce el acoso.

Nadie puede tirar la primera piedra y sentirse impune. Somos testigos y consecuencia de una educación basada en la ley del más fuerte y de la supervivencia. Tenemos que aprender a buscarnos la vida en una sociedad que, como decía Thomas Hobbes: Homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre).

Por otro lado, hemos criado a los niños con un bajo nivel de frustración, sin saber reaccionar ante la adversidad, originado por una sobreprotección familiar y del sistema. Esa ausencia de frustración está originando auténticos problemas en las familias, colegios y sociedad.

Duele ver sufrir a un niño, pero lo cierto es que nadie ha recibido las herramientas necesarias para educar a sus hijos en tiempos de libertad, respeto y democracia plural. Podríamos decir que: «Somos lo que vivimos» y dependiendo de los valores y prioridades familiares, actuaremos ante los demás de forma acorde.

Estoy convencido de que ningún padre educa para que su hijo sea acosador, pero debemos aprender desde la humildad y el reconocimiento de los errores, porque una cosa es el hijo en casa y otra muy distinta en el colegio. Muchas familias se sorprenden cuando los tutores describen las conductas de sus hijos, y responden: «Mi hijo en casa no hace eso».

Lo malo no es que haya divergencias de comportamiento, sino no dar credibilidad al tutor y ponerse a la defensiva, defendiendo lo indefendible.

Es cierto que el tema del acoso escolar y los protocolos establecidos por los centros han cogido desprevenidos a los colegios, porque los docentes además de enseñar, deben detectar presiones y dinámicas de grupo, coordinándose entre sí para actuar ante los alumnos que intentan controlar el grupo.

Desde el momento en que alguien menciona la palabra acoso, se activa una maquinaria burocrática necesaria pero engorrosa, para dejar constancia del procedimiento y tomar medidas.

Los docentes se quejan de que, además de dar clases, atender a familias, evaluar y vigilar patios, si se les nombra instructores o miembros de la Comisión de Convivencia, el trabajo se multiplica, y muchos no están preparados para ello, dado que implica aplicar un procedimiento legal estricto.

En resumidas cuentas, todos tenemos que poner de nuestra parte para erradicar definitivamente el acoso de las aulas, aunque sea muy difícil, porque los seres humanos en grupo tienden a ser gregarios, dominantes y a imponer la ley del más fuerte, lo que no significa tener la razón ni proteger al débil.

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