El 10 de julio de 2008, jueves para más señas, se presentaba en San Francisco una plataforma tecnológica que iba a poner patas arriba no solo al propio sector tecnológico, sino también a todas las industrias del planeta e incluso a la propia sociedad. El 10 de julio de 2008, jueves para más señas, nació la primera tienda de aplicaciones: el App Store.

El principio de algo tan cotidiano hoy en día como las apps llegó casi por obligación. Un año antes, Apple había presentado el primer smartphone que se iba a vender de forma masiva, el iPhone, y la ausencia de una tienda de aplicaciones obligó a que los usuarios tuvieran que pasar por una suerte de mercado negro -e ilegal- de aplicaciones, lo que obligó a la empresa creadora del iPod a mover ficha.

La masiva demanda de un sitio oficial desde el que descargar aplicaciones auguraba que el App Store iba a ser un éxito rotundo. Con 500 apps disponibles el día de su lanzamiento, en su primer fin de semana -solo en EE.UU- se registraron diez millones de descargas. La presentación del App Store y del iPhone 3G, el primero que se vendió fuera de Estados Unidos, auguraban la locura posterior: en nueve meses se alcanzaron los 1.000 millones de descargas.

Las primeras apps disponibles eran, en su mayoría, de pago. Con precios que hoy en día nos parecerían desorbitados -el Pac-Man costaba 9,99$-, también había aplicaciones gratuitas. Aunque lo cierto es que la frase aquella que dice "lo barato sale caro" nunca fue tan cierta ya que la inmensa mayoría de las apps gratuitas eran tan horrorosas como inútiles. ¿Quién no usó alguna vez la iBeer -un simulador de cerveza-, el sable láser de Star Wars que emitía un zumbido al mover el teléfono o la famosa iFart, que emitía -con mucha precisión- diferentes tipos de sonoras ventosidades?

Con el paso del tiempo, y sobre todo con la llegada de la tienda de aplicaciones de Google, que suponía una evidente competencia, Apple empezó a darle un giro absoluto a las aplicaciones que pasaban por su sitio. "Menos cachondeo y más productividad" debió pensar alguien. Y el cachondeo dio la era de las apps de productividad.

Antes usábamos la Guía Campsa para viajar en coche. Los libros y las consolas portátiles -con la PSP de Sony y la Nintendo DS como máximos exponentes- eran los entretenimientos favoritos en el autobús o el tren.

Íbamos al banco con nuestra libreta periódicamente para actualizarla o mirábamos el saldo que nos quedaba para llegar a fin de mes en los cajeros automáticos. Nos enviábamos unos carísimos mensajes llamados SMS que se convertían en prohibitivos Mensajes Multimedia -a 2? cada envío- en cuanto le adjuntábamos una foto. Y que no se nos ocurriera enviar un vídeo, porque entonces había que hipotecar de nuevo la casa...

Salíamos a correr con el podómetro del Coronel Tapioca -que fallaba más que una escopeta de feria- y la televisión era la forma preferida por los españoles para idiotizarse cada día, e incluso para idiotizar a los más pequeños.

La radio era un dispositivo, el diccionario de la RAE era eso, un diccionario, y el Kamasutra un libro realmente interesante. La enciclopedia tenía docenas de gruesos volúmenes -en algunos casos venía hasta con la estantería de regalo- y el traductor un señor que sabía muchos idiomas.

El reloj se llevaba en la muñeca, para saber nuestro estado de salud íbamos al médico y el ritmo cardíaco lo sabíamos gracias a un electrocardiograma.

En 2008 José Antonio Maldonado nos daba puntualmente la previsión meteorológica, un entrenador nos decía en el gimnasio cómo ponernos en forma y las películas las veíamos en el cine o en la tele.

Hace diez años localizábamos a nuestros hijos llamando a los vecinos, nunca teníamos monedas para pagar la ORA, la lista de la compra era una hoja de papel que siempre te dejabas en casa cuando ibas al supermercado y para pagar usábamos dinero efectivo o tarjetas. Pero ya han pasado diez años desde que un tal Steve Jobs, rodeado de lo mejorcito de su casa, se propuso poner patas arriba nuestras vidas con unos programitas llamados aplicaciones, con las que ya se puede hacer absolutamente de todo. Nada ha vuelto a ser igual. Y todo es mejor.