A propósito de la estación

Las hortalizas son la mejor expresión de la naturaleza, saber elegirlas y componer con ellas es uno de los ejercicios más entretenidos de la cocina

A propósito de la estación

N o existe una expresión más hermosa de la naturaleza y las estaciones que la de las verduras. Uno de los mayores entretenimiento en la cocina consiste en elegir las hortalizadas adecuadas del ciclo para componer con ellas el plato que nos apetezca en cada momento. El otoño, aunque dubitativo y algo tramposo -nunca sabemos en realidad de qué manera acelera o se detiene- satisface plenamente este ritual. Es, de todas, la estación preferida por los cocineros que obtienen de ella una completa despensa. Proliferan los grandes clásicos como los boletos y las setas en general, las mejores trufas y la caza. La mar trae los oricios, las lubinas y los lenguados, entre otros pescados. El corral, las aves. De la huerta, provienen las coles, los nabos, las zanahorias, los puerros, las chirivías, las coliflores, las rutabagas, el apio, las castañas, las nueces, las patatas, las manzanas, la calabaza y las remolachas. No hay buenos tomates, qué le vamos a hacer, en algo tendría que fallar el otoño.

La remolacha, por su dulzura, es un contrapunto estupendo con los platos ácidos y salados. No sólo habría que comer su carne, también las hojas que compiten con las de las acelgas. Aquí, dado el escaso interés que existe por ellas, cuando uno busca remolachas en los mercados observa como en la mayoría de los casos reposan deshojadas en los estantes de las fruterías. La remolacha es, además, una fuente inagotable de salud. Aporta muchas energías, contiene gracias a la betanina propiedades antioxidantes, y es rica en minerales. Se dice también que regala propiedades rejuvenecedoras a quienes la comen habitualmente y que es un potente anticancerígeno, debido igualmente a sus pigmentos rojos. Es la base de unos de los grandes potajes del universo: el borsch, de origen ucraniano. Una vez cocida la remolacha, no es mala idea cortarla en tacos y mezclarla con anchoas, un poco de ajo y aceite. El contraste de sabores es extraordinario. Pero el mejor acompañante que se puede agenciar una remolacha es el queso de cabra. En medallones superpuestos, como si se tratara de un bocadillo, y con un chorro de aceite de oliva por encima es, para mi gusto, uno de los grandes tentempiés que existen.

El otoño nos trae las castañas acompañadas de la sidra dulce y el olor de la leña, es tiempo de hacerle a los perfumes del bosque el hueco que se merecen. Son buenas asadas, pero también cocidas en un pocillo con leche y una punta de canela o de chocolate en virutas. La sopa de castañas se come en algunos lugares del norte de la Península, entre ellos Galicia y Asturias, también en Toscana, Italia, (secas), donde las preparan ya coladas y escurridas después de haberlas mantenido en remojo durante 24 horas. El siguiente paso es picar panceta y un ramillete de romero. Sofreír en aceite de oliva unos cinco minutos a fuego muy lento. Incorporar en la cazuela, castañas con litro y medio de agua salada, tapar u cocer por espacio de una hora y media. Cuando las castañas empiecen a deshacerse, retirar del fuego. Se tuestan, entonces, unas rebanadas de pan rústico en el horno a 220 grados. Un modo más sofisticado es cocinarlas con mantequilla, chalotes, un caldo de ave, algo de crema líquida y magret de pato ahumado. No se olvida con facilidad.

Para sopas

Las calabazas, tan prolijas estos días, son otro de los buenos inventos de la naturaleza. Pertenecen a una de las familias más numerosas y variadas del reino de las hortalizas. Abunda de distintos colores, sabores, las hay para todos los gustos, desde los calabacines del verano con sus flores, hasta las famosas anaranjadas del otoño/invierno de las sopas, los gratenes y las farsas de los raviolis que hacen felices a los italianos del norte. O la omnipresentes squashes con que los estadounidenses acompañan cualquier comida casera o asado, junto a las también inevitables mazorcas de maíz. Un puré de calabaza o un chutney son opciones interesantes.

El aire se afina en otoño y, al contrario de lo que sucede en el invierno, huele a algo. Por supuesto, mucho mejor que el verano que despide olor a linimento y bronceadores: en definitiva a humanidad. El otoño, sin embargo, como la primavera, adquiere perfumes contrastados y persistentes. Pero hasta cierto punto porque en esta estación todo parece tener fin mucho antes que en otras. Como se halla plenamente asociado al ciclo de vida, establece un final.

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