Las cosas de Taiwán (III)

Les seguimos a los churros su vuelta al mundo. Visitamos los restos de la colonización española y lo celebramos en el Ya Ge, con una estrella Michelin, de un hotel de "seis" estrellas

El salteado de pappardelle de kudru

La llegada a Taiwán de los castizos churros (youtiao, en chino) plantea cuestiones. Pudo haber sido con los portugueses tal y como los Pasteis de Belem: Macao-Hong Kong-Taiwán o una costumbre que arraigó desde el s. XVI, cuando hispanos y lusitanos compartían el dominio de la isla. Pero esto más parece una ensoñación. Los portugueses, que llegaron primero, anotaron que eran tres islas, y las llamaron Formosa, y los españoles, que se percataron de que era una, la rebautizaron Fermosa. Pero nada se discutió acerca de su belleza. Y tampoco dejaron huellas culturales, puesto que anduvieron por allí poco tiempo. Puede que llegaran a Taiwán -que así la requetebautizaron los holandeses tras expulsar a los ibéricos- de igual manera que a nuestro país. Recuérdese que el hispanista inglés Richard Ford, en Las Cosas de España, se sorprendió del marcado acento oriental de nuestra cocina: arroz, azafrán, garbanzos, mucho ajo, especias, el sofrito con cebolla... los fritos y las frutas de sartén, introducidos por los árabes, quienes, a su vez, los recibieron de India. Hemos visto allí mucho churro y mucho pestiño. Y si usted nos preguntara diríamos que llegaron a China desde India, aunque juraríamos que viajaron en el XVII -como la batata- desde Acapulco, Nueva España, en la mítica Nao de China, que, como su nombre indica, tocaba, a más de Filipinas, algunos puertos chinos. Y, por si las moscas, no hay que olvidar que la zona española en Taiwán dependía de la capitanía general de la cuatro siglos española Manila, en donde vimos churros a tutiplén. Es la vuelta al mundo de una fruta de sartén. Y no hemos encontrado más pistas; y nada dice al respecto doña C. Erway, en su The Food of Taiwan, quien, como los Pasteis de Belem, siquiera los menciona.

Cabo del Diablo

Era obligado, pues, trasladarnos al norte de Taiwán, el territorio que en 1626 fue ocupado por los españoles. Y nos detuvimos en Yehliu, entonces bautizado Cabo del Diablo por los horrorosos embates marinos. Hoy es un pueblo tranquilo y popular, debido a sus numerosos restoranes de cocina marinera, y un par de mercadillos, en los que destacan pescados y mariscos secos; entre los que sobresalen montañas de alevines de anchoas: los "chanquetes" que importa Andalucía para alegría del chiringuito veraniego. Sin embargo almorzamos no muy lejos, en Keelung (Jaula de gallos), del bufé (25? euros con bebidas) situado en la última planta del excelente hotel Evergreen, con vistas a la angosta bahía, transitada por barcos de cabotaje y cruceros, que nos recordó La Habana. Y tras colación de mariscos, Roast beef de angus neozelandés, sashimi... y ¡churros! fuimos a la iglesia de Todos los Santos, vestigio del paso de los españoles, cerca de Tamsui, donde levantaron el fuerte Santo Domingo. Hoy tapado por una fábrica. Pero nos sorprendió ver a arqueólogos trabajando en las ruinas del templo; en donde descubren paredes y baldosas, cepillan con mimo huesos de monjes, de conquistadores y algún objeto revelador. Como una cruz, en la que figura grabado "San Francisco". Saludamos a los técnicos y charlamos con su jefa, una joven que quedó tan sorprendida como encantada al encontrarse a unos españoles bien vivos.

Por la noche celebraríamos las poco conocidas gestas de aquellos legendarios conquistadores y abnegados frailes en el Ya Ge (con estrella Michelin), del hotel Mandarín, en Taipéi, un "seis estrellas". Fue un gustazo experimentar su silente lujo. Nos impresionó el comedor, sobrio y a la vez elegante: nobles maderas, mobiliario de diseño y, en el centro, un frondoso árbol, especie de bonsái grandote, iluminado con un foco, situado encima, que crea, en la intimista atmósfera, el cénit de la atracción. De cortesía, huevas curadas con brotes y ¡florecillas! Ha florecido ¡aquí también! La tal proeza culinaria. El salteado de pollo con vegetales y frutos secos vino con unos gelatinosos pappardelle, hechos con polvo de kudru (raíz de cerezos), que nos emocionaron, como también el guiso de ternera con una exótica y suculenta salsa. El Pollo frito crujiente -una de sus aplaudidas especialidades- ya no lo listaban, pero ante nuestros ruegos nos lo cocinaron. Los vermicelli vinieron con un pastel de langosta, gambas y vieiras, otra delicia, y el Arroz frito con trozos de mariscos. Y, como remate, el chef, informado por Cherry Tung, la simpática maître, de nuestra procedencia, nos ofreció, como cortesía, su versión de la Tortilla española.

Cena memorable, que, con cervezas y aguas minerales, salió por 180 euros? los tres comensales. ¡País baratísimo! ¡Gente estupenda!

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