Una dieta enciclopedista

Durante el Siglo de las Luces el enfrentamiento entre la nueva y la antigua cocina arrastró al debate a los filósofos, los detractores de la transformación acusaban a los cocineros de desvirtuar los alimentos

Una dieta enciclopedista

La discusión sobre la nueva cocina enfrentada a la vieja no es únicamente de este siglo y del anterior. Pertenece a un pasado algo más remoto. Los enciclopedistas ya se entretenían disertando sobre ello. La cháchara de los pensadores del pienso, que con tanto acierto supo definir Fernando Savater, no corresponde en exclusiva a la era contemporánea. El primero en manifestarse acerca del sentido de la relación entre el que come y la comida fue Diderot, observando en ello la regla del gusto objetivo que más tarde exagerarían algunos con la grandilocuente teoría de las emociones gustativas. En el prefacio que Etienne Lauréault de Foncemagne, erudito introductor del espíritu de las Luces en la cocina, escribe para The Science of the Butler Cook, se puede leer que "en los platos de carne como en la música, las disonancias deben estudiarse con igual dedicación". Y sigue: "Es necesario que haya una correspondencia armoniosa entre el plato elaborado por el cocinero y el que lo come, entre el creador y el que, al saborearlo, está obligado a aprovechar las relaciones correctas entre los sabores, si es que estas existen". Diderot también explicó que el gusto, en general, consiste en la percepción de esas relaciones. "Un plato que no tiene éxito no consigue el ideal que persiguen las relaciones humanas; solo tiene un tono del que te cansas rápidamente", escribio el autor de La Enciclopedia. Se expandía la idea de que hay que aprender a adaptarse a las disonancias que el cocinero crea a voluntad para estimular continuamente el apetito y retrasar lo más posible la sensación de saciedad.

En el llamado Siglo de las Luces, la dieta de los ricos, igual que sucedería después, se diferenciaba de la de los pobres por su variedad. Los paladares exquisitos debían apreciar con igual apego los productos tradicionales y los exóticos, que empezaban a conocerse a través del comercio con Oriente y el Nuevo Mundo. En ella no podían faltar el café y el chocolate de las Indias Occidentales, pero tampoco el queso holandés y el Roquefort, las legumbres y los cítricos del Mediterráneo.

Debate

Voltaire, por ejemplo, era un gran consumidor de frutas exóticas. Al final de Cándido evoca sin cesar las naranjas, los limones, las limas, las piñas y los pistachos que ofrece un viejo turco. Foncemagne, propone estudiar las cualidades de cada alimento, y pide una cocina moderna con la misma incidencia para la medicina como la de los antiguos. La incursión en la esfera médica no produce miedo. La cocina, capaz de influir directamente en el desarrollo físico y conductual, es el mejor aliado de la buena salud del hombre. El debate entre la tradición y la novedad se prolongó durante años, como solía ocurrir con otras célebres quérelles. Francesca Sgorbati Bosi, especialista en el Siglo XVIII, cuenta cómo Voltaire escribió en 1768 a su querido amigo , el conde de Argental, para explicarle la discusión abierta entre los filósofos: "Unos sostienen que esta nouvelle cuisine es excelente, que puede mejorar la salud, y sobre todo sanar de los vapores. Otros, los que defienden la cocina à la ancienne, dice que los nuevos cocineros son unos envenenadores".

Francia quedó dividida en dos bandos: los que consideraban la cocina un arte refinado y la nouvelle cuisine su mejor expresión, y los que reivindicando un estilo de vida sobrio, añoraban el pasado de alimentos saludables ingeridos al natural, sin artificios y pomposidad. Estos últimos detractores se quejaban de que la elección de los alimentos se había vuelto inútil gracias a la habilidad de los cocineros en transformarlos en lo que no eran. Para ellos el gran arte de la nueva cocina consistía en darle al pescado el sabor de la carne, y a la carne el gusto del pescado y quitarle todo su sabor a las verduras. El inolvidable Santi Santamaria los hubiera liderado con honor y placer.

A Voltaire le gustaba la buena mesa de los grandes salones de la aristocracia. Disfrutaba tanto de la buena comida como de las finas mantelerías, las platas y las valiosas porcelanas. Un estómago tan delicado como el suyo tenía que mantenerse en guardia más allá de la simple necesidad fisiológica. La conquista de lo superfluo satisface más que la de lo necesario. El placer debe estimularse y no languidecer. Eran algunos de sus preceptos. Denis Diderot, en cambio, no tomó partido por ninguno de los dos bandos. Era más que nada un glotón. Le encantaba la buena comida hasta el extremo, cuenta Sgorbati Bosi, de sufrir frecuentes indigestiones. El barón de Holbach lo invitaba a menudo, junto a otros philosophes, a disfrutar de los vinos y los platos que su mujer servía en abundancia.

Compartir el artículo

stats