Uno de los momentos más fascinantes del documental Inside Job, una anatomía de la crisis financiera, es el de la intervención del psiquiatra de algunos brokers de Wall Street. El médico describe a sus clientes como gente insaciable que nunca tenía suficientes aviones privados, trajes de marca, residencias, relojes de oro, joyas, cuadros de firma, caballos purasangre y demás extravagancias. Otro testimonio cuenta cómo algunos habían confesado sentir adicción a ganar dinero y pedían más control.

Más allá de la anécdota, las actitudes de muchos banqueros de Wall Street representan un modo de funcionar que se ha estandarizado en los últimos años. Un sistema basado en ganar de forma desmedida a partir de gigantescos créditos especulativos, sin importar que durante el proceso se engañe, se robe o se perjudique a las personas y al medio ambiente. Porque el pillaje actual no se da solamente en el mundo enmoquetado de las altas finanzas, sino también en los fondos marinos, esquilmados metódicamente por la industria pesquera, y en los bosques, selvas, montañas y desiertos del planeta que puedan proporcionar recursos para seguir ganando dinero.

Como declaró el vicepresidente de la Comisión Europea, Joaquín Almunia, la codicia, el afán excesivo de acumular bienes, ha sido una de las principales razones de la crisis.

¿Se puede ser adicto al dinero? En principio, la ambición y el deseo de prosperar son algo positivo. El ser humano tiene una especie de gen interno que le lleva a buscar la mejora, y de ahí deriva el desarrollo.

El problema aparece cuando el prosperar se confunde con tener más y más y el acumular se convierte en la única meta, desembocando en comportamientos típicos de alguien enganchado. "Sí, hay conductas que podrían definirse como de adicción al dinero", afirma el psicólogo Federico Avalle. "Casos en los que este afán por ganar se manifiesta a través de una conducta compulsiva que relega a un segundo plano las otras áreas de la vida del paciente, como la familia, las relaciones sentimentales y las amistades".

Pero si hasta no hace demasiado las conductas de este tipo se veían incluso como amorales y se ridiculizaban en caricaturas como la del Tío Gilito (quien gustaba de zambullirse en monedas de oro cada mañana), la sociedad de consumo imperante se ha rendido a los estilos de vida centrados en el exceso. Yates con griferías de oro, coches gigantescos, armarios con cientos de pares de zapatos, mansiones con piscinas cubiertas, descubiertas y semi-cubiertas, pistas de esquí en pleno desierto, hoteles de siete estrellas, urbanizaciones de lujo en islas artificiales€ La ostentación de los más ricos se ha convertido en un modelo.

A otro nivel, con el acicate del crédito fácil, las clases medias y bajas se lanzaron también al consumo frenético. Todo ello con el beneplácito de un sistema económico basado en este gasto constante. "Sí, la civilización occidental se sostiene sobre un crecimiento continuado que nos ha hecho entrar en una espiral en la que, para hacer funcionar la maquinaria económica, nos hemos de obsesionar por el consumo: nos han hecho adictos, en definitiva", afirma Stefano Puddu, uno de los portavoces en España del decrecimiento.

Este movimiento, que propone un cambio de paradigma para una nueva economía, tiene uno de sus impulsores en Serge Latouche, quien considera que, tras decenios de despilfarro, "hemos entrado en la zona de tempestades, en el sentido literal y figurado". Para este economista francés, una sociedad basada en la acumulación ilimitada y la depredación sistemática de los recursos naturales (iniciada con los procesos colonizadores europeos) es insostenible. "Ese sistema está condenado al crecimiento. Y cuando el crecimiento disminuye o se para, hay crisis, incluso pánico. Esta necesidad hace del crecimiento un círculo vicioso", alerta en su obra La apuesta por el decrecimiento (Icaria).

Más que una teoría nueva, el decrecimiento es un término provocador para alertar de una necesidad de cambio. Entre otras cosas, propone una vuelta voluntaria a la simplicidad: desintoxicarse de la cultura del usar y tirar, del gasto energético desmedido y el crédito incontrolado. En definitiva, tratar de llevar una vida más sencilla. "No se nos pide, como aseguran algunos críticos, que tengamos que volver a la edad de piedra €puntualiza Stefano Puddu€, sino tan sólo, como dice Latouche, al nivel de vida en Francia en los años 60: una forma de vida más austera pero con una calidad alta y que no sobrepasaba la huella ecológica que se podía permitir el país".

Latouche no es el único que propugna salir de esta espiral. La idea de poner límites al crecimiento, de apostar por el largo plazo en vez del corto, la comparten o la compartieron otros economistas e intelectuales de prestigio, como Nicholas Georgescu-Roegen, Ivan Illich, René Dumont y los Nobel Amartya Sen y Joseph Stiglitz. En España, el ex ministro de Industria Joan Majó también considera necesario reducir el consumo a la mitad y poner en marcha una "segunda revolución de la energía". Algo que cree que es posible hacer sin que por ello se deba reducir drásticamente el bienestar (aunque sí cambiar el modo de vida). De una forma u otra, todos denuncian los graves fallos de un sistema de enriquecimiento que va en paralelo al empobrecimiento de millones de seres humanos. Porque las desigualdades sociales se están acentuando: cada vez hay gente más desmesuradamente rica y gente más pobre.

"Muchos argumentan que ´nunca hemos vivido tan bien como ahora´, y sí, seguramente en España la gente vive mucho mejor que hace 20 años€", explica Stefano Puddu. "Pero hoy España es un país con una deuda acumulada que va a repercutir en un par o tres de generaciones€ Los jóvenes se han dado cuenta de esto y por esto salen a la calle, con toda la razón". Para Puddu, la pobreza se ha sustituido por una forma de "riqueza aparente" que hace a las personas más adictas a un tren de vida que no se pueden permitir y que "lleva a la miseria de una forma bastante rápida. Además, para mantener este nivel de vida tenemos que dedicar cada vez más tiempo a trabajar€ Los que tienen la suerte de hacerlo", añade.

El sistema para crear adictos al consumo se ilustra muy bien en Tirar, comprar, tirar, un documental que reflexiona sobre por qué hemos confundido gastar con bienestar. Entre otras cosas, el reportaje demuestra que prácticas como la obsolescencia programada (la planificación del fin de la vida útil de un producto) no son mitos urbanos, sino estrategias de mercado que, junto a la publicidad, han contribuido de forma eficiente a crear esta rueda de consumo desaforado.

"Tenemos una definición de riqueza que me parece muy restringida: lo material lo ha acaparado", afirma Cosima Dannoritzer, la directora del citado documental. "La riqueza es un coche grande, lo último de la electrónica, reemplazar las cosas constantemente€ Yo creo que nuestra definición de libertad se ha vinculado demasiado al derecho de comprar cualquier cosa, y la libertad es otra cosa".

Pero ¿cómo desintoxicarse, aprender que hay otras gratificaciones además de ir de compras o poseer el último gadget electrónico? Para Federico Avalle, una de las respuestas está en la pedagogía, "Se pueden elaborar planes educacionales para cambiar una sociedad que se estructura casi exclusivamente en torno a las gratificaciones materiales", sugiere, aunque apunta que todos, políticos incluidos, deben abordar este cambio de mentalidad.

Para Cosima Dannoritzer, es asimismo necesaria una reflexión personal y apostar por estilos de vida más sencillos pero igualmente placenteros, que no incluyan siempre el gastar: "Hemos olvidado que hay cosas que no se pueden comprar, como la amistad, el tiempo u otras necesidades. Por muchos teléfonos que tengas, si no tienes amigos o un rato para llamarlos, ¿de qué sirven?", se interroga la directora.

Serge Latouche va más allá y cuestiona por qué el bienestar de un país se basa en índices esencialmente económicos, como el producto interior bruto (PIB). "Hemos sido formateados para ver la medida de nuestro bienestar estrictamente proporcional a nuestro consumo mercantil", escribe. En su opinión, sería suficiente calcular de otra manera la riqueza para salir de la espiral del crecimiento. Y hay otros índices: como el FIB (felicidad interior bruta, que se aplica en Bután), el de Desarrollo Humano de la ONU y el del Planeta Feliz, de la New Economics Foundation. Sistemas que miden la calidad de vida con otros parámetros, como el acceso a la salud, la educación y la cultura, la conciliación laboral y familiar, el bienestar psicológico, la calidad del medio ambiente, la seguridad y la vitalidad de la comunidad, entre otros.

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