Ese libro de Paul Preston que recomiendo con frecuencia, El holocausto español, tiene un subtítulo escalofriante al que me he referido también en estas crónicas, La construcción del odio. Generalmente la gente se fija en el título, para reprochárselo al historiador británico, pues el término holocausto es de muy difícil digestión referido a la guerra civil española, aunque él ha explicado que de la denominación de las matanzas masivas no tienen la exclusiva los nazis de Alemania.

Pero, a lo que iba: lo que debería interesar aún más que el título es el subtítulo en esa obra, La construcción del odio. En las doscientas y pico páginas de la introducción de su obra monumental, Preston desgrana una serie de hechos, comenzando por un asesinato masivo de jornaleros en Salamanca, cuando empezaba a andar la República, que pone los pelos de punta. El dueño de la finca decidió asesinar, al azar, a seis de sus empleados, para que tomaran nota de lo que podría pasarles si se desmandaban.

El libro sigue, punto por punto, describiendo atrocidades materiales y verbales, asesinatos y amenazas, declaraciones e insultos de toda laya que fueron minando la vida española hasta que alguien, muchos, decidieron que ya era hora de poner orden. Y entonces se produjo la rebelión armada de los militares, asociados con españoles de extrema derecha o de derechas que, apoyados en el fascismo entonces imperante en Italia y Alemania, le hicieron la guerra al Gobierno de la República, con el resultado ya conocido.

De ese interregno entre la proclamación republicana y el estallido de la guerra civil sorprende la virulencia del insulto como elemento de desestabilización de las personas, los gobiernos y las instituciones; esa construcción sistemática de la descalificación del otro, hecha con saña y con mendacidad, sin importar ni la verdad ni las consecuencias de la mentira, hiela la sangre. Y hiela la sangre ahora porque, también entre nosotros, los canarios, esa estrategia sucia de la araña mantiene su carta de naturaleza. La descalificación del otro por su condición o por su procedencia, o por su color, o por su tendencia sexual, o por sus ideas políticas, e incluso por la identidad que exhibe en su carné, deberían ser ya asuntos periclitados en una sociedad, esta, la española, la mundial, que debería aspirar a la igualdad por encima de cualquier otra consideración de competencia.

Pero eso no ocurre, el respeto al otro se arrincona cuando nosotros estimamos que debemos respeto, primero que nada, a nuestro órgano digestivo, y si en el órgano digestivo se nos impone el deseo de vomitar contra alguien lo hacemos, y el que venga detrás que arree.

Ahora me han pedido que haga un trabajo sobre el insulto, que es un tema que ronda mi cabeza desde que era muy chico, y que me ha avivado ese libro excelente de Paul Preston. Mirando lo que unos dicen de otros me he quedado realmente estupefacto. ¿Qué hacer? ¿Cómo defenderse de esa plaga que a veces se parece a la lluvia fina? Un buen amigo me preguntó un día precisamente eso, qué hacer. Y yo le dije: denunciarlo, es preciso denunciarlo. Y él me dijo, contrito: Sí, pero es que si lo denuncio siguen. Claro, porque la impunidad es el arma del insulto: es impune, socialmente, porque va asociado al chantaje. Y no se dice nada en contra porque todavía no va contra ti. Cuando vaya contra ti, ya verás cómo sufren, y por qué, los insultados. El insulto es solo una piedra, una palabra rota; mientras va en otra dirección, te despreocupas; cuando caiga en tu ojo, le dije al amigo, entonces sabrás cómo duele ese ejercicio vano y venal del odio. Mientras tanto, le dije también, estudia y verás que lo que hacen es construir el odio. Por lo que pudiera pasar.