Al leer los sorprendentes resultados de las encuestas de Mercer y de The Economist Intelligence Unit sobre cuál es la mejor ciudad del mundo, no dejo de preguntarme qué español o europeo que no tenga problemas económicos, se iría a vivir a la limpia ciudad canadiense de Calgary que, según The Economist Intelligence Unit, es la quinta mejor ciudad del mundo, aunque sus temperaturas en invierno, y parte de otoño y primavera, no superen los cero grados.

Analizando las cinco primeras ciudades de la encuesta de Mercer 2010 (Viena, Zurich, Ginebra, Vancouver y Auckland), da la impresión de que lo que ha primado en la encuesta es el orden, la limpieza, la seguridad y la economía y no el clima, la pluralidad, la cultura, el ocio y el espíritu de la ciudad.

¿En estas encuestas, dónde están las grandes capitales económicas y culturales tradicionales como Nueva York, Londres, París o Berlín? ¿Dónde están las ciudades mediterráneas que ya en la antigüedad fueron escogidas por griegos y romanos por su magnífica situación geográfica y climatológica? ¿Cómo debería ser la ciudad ideal?

En el siglo XV el urbanismo renacentista proyectó por primera vez la ciudad ideal con criterios geométricos que intentaban controlar el espacio urbano. Arquitectos como Brunelleschi y Alberti publicaron tratados sobre ciudades ideales y Leonardo da Vinci se adelantó a su tiempo, planteando ciudades con calles superiores reservadas a peatones, mientras carros y cargas utilizaban las calles inferiores. La primera aplicación real del concepto de ideal urbano fue Pienza, una pequeña ciudad de la Toscana proyectada por Rossellino.

Desde entonces las ciudades han ido creciendo y evolucionando, en ocasiones sin orden, como sostenía Le Corbussier que, bien entrado el siglo XX, afirmó que la ciudad actual estaba yendo a la ruina porque no se inspiraba en la geometría. Las ciudades no han ido a la ruina, sino todo lo contrario, son las que sobreviven y ganan terreno. La grandeza de la ciudad refleja lo importante que es o ha sido el país.

Como siempre, la literatura es un buen termómetro para medir el espíritu de una ciudad, su carisma y su fuerza. Desde Dickens que describía un Londres caótico, abandonado pero fascinante, Baudelaire que consideraba París la capital del siglo XIX, "tan vasta como un cosmos y diminuta como una buhardilla", Whitman que describe un Nueva York incipiente y plantea una gran ciudad donde el ciudadano es el ideal, hasta un Borges que ya se posiciona como parte de la multitud de la urbe. También encontramos escritores para los que las ciudades adquieren personalidad de mujer, como París para Cortázar o las ciudades invisibles de Italo Calvino.

Vivir en una gran ciudad conlleva sacrificios como la distancia, un alto coste de vida, dificultad de encontrar una vivienda bien situada, una variable tiempo que se reduce en medio de una gran urbe, la contaminación acústica y atmosférica, etc. Pero la satisfacción que a urbanitas como yo nos da que una ciudad no duerma, que te lo ofrezca todo, que cambie y se enriquezca ofreciendo continuamente nuevas oportunidades y vivencias.

Y como referencia, por qué no, Nueva York, en donde conviven todas las nacionalidades y culturas y que siempre sorprende por su capacidad para reinventarse, como ha demostrado tras el 11-S. La reciente transformación del barrio de Meatpacking es un ejemplo de este continuo cambio. Conocido por ser el matadero de la ciudad y en los 80 un suburbio conflictivo de drogas y prostitución, Meatpacking ha ido evolucionando para convertirse en el lugar preferido de muchos neoyorquinos y turistas, con galerías de arte, restaurantes, mercados especializados y una vía de tren elevada convertida en parque urbano. Pero lo que llama la atención de Nueva York es que sus barrios no se transforman en parques temáticos, como ocurre en otros muchos lugares, sino que conservan su personalidad y su sabor urbano.

O Barcelona que ha sido la única ciudad española reconocida por Time Out entre las cinco mejores ciudades del mundo después de Nueva York, Londres, París y Berlín. Una Barcelona mediterránea que lo tiene casi todo, y ese casi podría mejorar con un punto más de pluralidad, seguridad y aires de gran ciudad.

Y como no, Las Palmas de Gran Canaria, una de las capitales del Atlántico, que disfruta del mejor clima del mundo y de una oferta y tradición cultural extraordinaria, con un festival de música mundialmente famoso y la sociedad filarmónica más antigua de España. Pero Las Palmas es mucho más, es una ciudad que integra culturas de distintos continentes, que destaca por su tolerancia, su urbanismo caótico, la amabilidad de su gente y su modernidad. No en vano su calidad de vida es un imán para noreuropeos que huyen de sus cuadradas y frías metrópolis.

Las grandes capitales con sus olas de inmigración y sus barrios marginales no pueden ofrecer las mismas comodidades que pequeñas y geométricas ciudades, pero no han dejado de evolucionar y crecer, inspirar a artistas e intelectuales, fomentar movimientos culturales, ofrecer lugares que enamoran y fascinan, arquitectura, arte, gastronomía, y siguen siendo para muchos el lugar donde les gustaría vivir. Ciudades en las que no importa no ser nadie, como decía Cortázar, porque ellas lo son todo.