Después de siglos de postración y silencio, pero con un evidente carisma de paisajes abisales en un grácil perímetro circular y recoleto, La Gomera ha empezado a alcanzar visibilidad propia en los últimos años. En septiembre de 2009, su lenguaje exclusivo, el Silbo, fue declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, y, esta semana, la Isla acaba de ser erigida en Reserva de la Biosfera. Es evidente que el pulmón que lo motiva es la imponente Reserva de laurisilva del Garajonay, ya señalado como Patrimonio Mundial en 1986.

De hecho, más tarde o más temprano, todos los empinados caminos de esta "isla tobogán", como la llamó Pedro García Cabrera (ese insigne gomero que, junto a la Unesco, redimió del chiste a sus paisanos), conducen a ese asombroso Parque Nacional, con el entramado siempre húmedo y umbrío de un bosque encantado, que abarca 3.984 hectáreas, lo que representa un diez por ciento de la superficie de la Isla. "La Gomera es como un flan, cuya cúspide de caramelo es el Garajonay", define gráficamente Jorge Padilla, quien combina sus actividades de maestro y guía turístico.

Pero, antes de tan altos vuelos para dar con su cúspide, a 1.487 metros sobre el nivel del mar, donde, según la leyenda, se inmoló la pareja de aborígenes Gara y Jonay que le da el nombre al Parque, está la acogedora Villa, como llama todo el mundo a la capital. ¿Quién no la ha tomado secularmente por barco, dada su proximidad al muelle de Los Cristianos? Y, además, porque no había otra, carente de aeropuerto hasta el otro día...

"Tan lejos de Dios y tan cerca de Tenerife", me dice, medio en broma, un paisano de la Villa, sentado junto al quiosco y su árbol eternamente inamovibles, en una de las plazuelas más emblemáticas y acogedoras de las Islas. Ciertamente, la extremada proximidad geográfica a la isla capitalina hizo siempre de La Gomera un destino singularmente apetecido hasta el desconsuelo ("Dicen que te vas, pero no me llevas"), y, sin embargo, le ha supuesto un escollo para un desarrollo autónomo. Por esa cercanía, no termina de cuajar, en el coqueto y desertado aeropuerto, el tráfico aéreo interinsular, y aunque las visitas son concurridas, muchas dependen de excursiones concertadas desde la isla grande, por lo que precisa duplicar esfuerzos para atraer a un turismo propio.

Pero, acaso, el peculiar encanto de La Gomera radique en un cierto inmovilismo atávico: tan insondable como su profusión de leyendas y anécdotas chispeantes, y tan infranqueable como su jeroglífico de fortalezas y barrancos, roques, valles, acantilados y degolladas, por carreteras endiabladamente curvulentas y casi verticales. En lo social, un aspecto curioso y escasamente divulgado es que el Cabildo -con uno de los regidores más longevos de la democracia, el socialista Casimiro Curbelo- corre con los gastos del sepelio de todos y cada uno de sus vecinos.

La paradoja empieza por la propia geología, pues, pese a ese aspecto breve y domeñable, de caja de queso en porciones, que la Isla ofrece a vista de pájaro, el coso que circunda su litoral se erigiría en un macizo acantilado sin salida de no ser por la veintena de profundos barrancos que asestan la salida al mar. Aunque de origen volcánico, como el resto de las Islas, hay una singularidad radical: Hace 22 millones de años que La Gomera no conoce la menor erupción, y, en ese sentido, dicen de ella que es su gran modelo paleofuturista: de cómo fueron y cómo serán las Islas Canarias.

Pero estábamos en la Villa, junto al paisano, que acaba de zamparse de un solo viaje su cortado de leche y leche endulzado con sacarina. Acaso, por haber sido La Gomera una isla colonizada en vez de conquistada, donde llegaron a convivir en reglada armonía las fuerzas españolas y los clanes aborígenes, conserva cierto aire de simétrica aldea, de condado militar detenido en el tiempo. A unas cuantas baldosas del quiosco de marras, su emblemático edificio de la Aduana, para la recaudación del Señorío, en la plaza de la Constitución -en cuyo pozo Colón tomó el agua que abastecería su primer viaje a América-, parece anunciar la propia condición de paso previo que la Villa ofrece en su conjunto.

La Torre del Conde

Su construcción totémica es, sin duda, la Torre del Conde, ese habitable obelisco cuajado de rumores de la mejor prensa rosa de la Conquista de Canarias. Según se cuenta, en sus dependencias retozó Colón con su presumible amante, Beatriz de Bobadilla, la causante hechicera, al parecer, de que las carabelas fondearan en el dique de San Sebastián antes de la partida. En una nómina de la Conquista copada, obviamente, por nombres propios masculinos, la figura de Beatriz de Bobadilla resplandece como la única fémina, envuelta en una aureola de mujer fatal. Dotada de proverbial belleza, su matrimonio con el señor de La Gomera, Hernán Peraza el joven, fue concertado, al parecer, desde la Corte, con el fin de alejarla de sus entendimientos con el mismísimo Fernando el Católico... Pero la leyenda se extiende también a su postizo marido, hombre de una extraordinaria crueldad con los nativos isleños, según las crónicas, y quien, a causa de su idilio furtivo con la princesa aborigen Iballa, fue asesinado por los clanes aborígenes, desatando la ira revanchista de los colonizadores.

Es sólo el preámbulo del filón de leyendas que dominan el interior de la Isla. Así, se cuenta que en La Laguna Grande, en el centro exacto del Garajonay, un espacio ya totémico para las aborígenes, las brujas que siguen celebrando sus aquelarres, lo mismo que en los Chorros de Espina, en los altos de Vallehermoso. En realidad, en La Gomera, todos los caminos conducen, como apuntábamos, al Garajonay. Su descenso hacia el Valle es uno de los paisajes más espectaculares de la Isla. Y es sencillamente un pecado no iniciarlo repostando primero en Casa Efigenia, en Las Hayas, uno de los restaurantes más emblemáticos de Canarias, asistido por las caseras dotes culinarias de la propia señora. Y es que ya lo dijo, en una de las greguerías más elocuentes de nuestras letras, el propio García Cabrera: "La cocina es el sexo de la casa"...

De parada obligatoria será luego el mirador de El Palmarejo, obra de César Manrique, que permite la plena contemplación, a los pies, de Valle de Gran Rey, cuajado de palmeras sobre bancales, como si se tratara de un anfiteatro sobre un paisaje casi bíblico. Así como el norte de la Isla es pródigo en plataneras, el hemisferio sur está atestado de palmeras, largas y diseminadas, que parecen culminar el jeroglífico.

Parece mentira que, tras descender, a darse un baño nudista en la Playa del Inglés, uno pueda arribar luego a las altas cumbres del Garajonay. Su peculiar característica es la llamada "lluvia horizontal", a través de la permanente absorción arbórea de la nubes de los alisios. Hasta un total de 40 especies de endemismos se aglutinan en este boscoso fósil del terciario, entre laureles, musgos, brezos, fayas, helechos, adelfas, tejenistes, viñátigos, barbusanos, madroños... En su cogollo destaca el Bosque del Cedro, y en las inmediaciones, la fortaleza de Chipude, de plana y extensa cumbre, totémica para los guanches, en un enclave que ofrece una privilegiada panorámica de la Isla.

No andaba errado nuestro paisano, allá abajo en la Villa, en su proclama de tan lejos de Dios y tan cerca de Tenerife. El mito de la pareja aborigen Gara y Jonay habla tempranamente, aunque en elipse -una vez más como siempre- del secular conflicto entre las islas capitalinas y sus órbitas provinciales. El relato permite exorcizar, sobre todo, esa vecindad de Tenerife, situándola en un plano de simetría con La Gomera; pues, si bien es sabido que los aborígenes canarios se caracterizaban por el sedentarismo en la propia Isla, en esta ocasión se desplazan los nobles tinerfeños, durante las fiestas gomeras de Beñesmén. Acude, entre ellos, el mencey de Adeje, acompañado por su hijo Jonay, mientras que uno de los anfitriones es el jefe del clan de Agulo, junto a su hija Gara.

Entre ambos jóvenes surgirá el amor a primera vista, y pronto comunican el deseo de consumar su unión. Sin embargo, el viejo sabio Gerián predijo malos augurios: "La sombra del fuego quema el agua. La muerte acecha". Y, en efecto, cuando el compromiso se anunció entre los congregados, el cielo se oscureció y el Teide comenzó a desatar la ira de su fuego. El agua quemada a que se refería Gerián era la fuente de los siete chorros de Agulo, donde Gara había visto su imagen turbia, y "la sombra del fuego", la erupción del Teide proyectada hacia el litoral de La Gomera; agua y fuego eran incompatibles, y, ante los malos augurios, ambas familias decidieron revocar esa unión. Pero el amor entre ambos no cedió, y tras su regreso forzoso a Tenerife, Jonay escapó en la noche, salvando a nado la distancia de retorno a La Gomera. Ambos amantes huirían bosque arriba, perseguidos por los hombres del padre de Gara, y al hallarse en la cima de la montaña, decidieron unirse para siempre con su inmolación. Jonay afiló las dos puntas de una rama de cedro, y colocándola entre su pecho y el de Gara, practicaron el infalible abrazo que dio el mítico nombre a la actual reserva de laurisilva.