"Para mí la participación en el Concilio ha sido una tarea de las más importantes de mi vida de obispo", reflexiona Antonio Pildain y Zapiaín (Lezo-Guipuzcoa 1890), titular de la diócesis de Canarias, al término del Vaticano II, asamblea que cambió el curso de la historia de la Iglesia y de la que ahora se celebra el cincuenta aniversario.

Frente a las "precarias" intervenciones de unos envejecidos prelados españoles, el obispo de Canarias, exdiputado por Guipúzcoa en el parlamento de la República, siempre sospechoso para los militares de ser poco afecto al Régimen, destacó en sus ocho discursos conciliares por sus agudas y brillantes palabras, "oídas y aplaudidas", como se recoge en la obra de Agustín Chil Estévez, Pildain, un obispo para una época.

El 18 de septiembre de 1964, cuando la asamblea conciliar abordaba "la intervención del Estado en el nombramiento de los obispos", el que hacía el sexto discurso de Antonio Pildain iba a suscitar el principal caballo de batalla entre la Santa Sede y el gobierno del general Franco.

El obispo de Canarias planteó una moción a la asamblea conciliar que la prensa de la época interpretaba como un argumento para deshacer los vínculos que existían en España entre la Iglesia y el Estado, se lee en la obra del historiador y académico Luis Suárez, Franco y la Iglesia . Un primer golpe al nacionalcatolicismo en la misma sede romana lanzado por un vasco al que la guerra había retrasado su consagración como obispo.

Pildain, primero en intervenir ante el Papa, solicitaba la supresión del derecho "de presentación" que tenía el jefe del Estado español sobre el nombramiento de los obispos.

Semanas antes de la moción conciliar de Pildain, un grupo de clérigos vascos se había reunido en asamblea en Francia, presentándose como "capellanes de los antiguos batallones de gudaris", para denunciar que España perseguía a la lengua y a la cultura vascas. Los veteranos campellanes gudaris, que había luchado en la guerra junto a comunistas y socialistas, al calor conciliar, querían volver a 1937 reclamando la independencia de las entonces Vascongadas, según interpretaba el gobierno de la época.

En ese contexto, se recibió la intervención de Pildain que fue interpretada por Franco como una verdadera amenaza de la Iglesia que saldría del Concilio. Aunque el "derecho de presentación", prácticamente solo afectaba a España, la proposición para la supresión de tan arcaico y monárquico derecho resultó aprobada por 2.055 votos a favor y ocho en contra, un resultado en el que el Gobierno supo leer, con las implicaciones políticas que reflejaba, el voto favorable de los obispos españoles, unos ochenta en aquella asamblea.

Pildain había pedido "para velar debidamente por la libertad de la Iglesia que en adelante no se conceda más a los laicos el derecho o privilegio de elegir, nombrar, presentar o designar obispos, y que aquellos que hasta hoy se les ha concedido renuncien libremente a esos privilegios". Toda una clara referencia al Caudillo de España, sin citarlo.

Franco se había reservado en el Concordato de 1953 la consulta en el nombramiento de obispos. En el momento de producirse una vacante en una sede, buscaba un principio de acuerdo con el Nuncio, y remitían una lista con seis nombres a Roma, el Santo Padre elegía tres y entre estos Franco decidía. En aquella primavera conciliar, en la Iglesia ya se entendía la seisena como la opción a poner un "veto" a los no afectos al Régimen.

El derecho de presentación se heredaba de la monarquía, desde los Reyes Católicos a los Borbones, y Franco mantenía el privilegio de en un Concordato fruto de tensas negociaciones y generosas cesiones a favor de la Iglesia. Por tanto, no era posible modificarlo por una de las partes, en un apartado concreto por mucho que dijera el Concilio.

Franco se mostraba partidario de negociar un nuevo Concordato a la espera de los cambios que deparara el Vaticano II, explica Luis Suárez tras revisar los archivos del entonces jefe del Estado. El gobierno, a pesar de todo lo que había hecho en favor de la Iglesia, estaba convencido de que el Vaticano, que ya pastoreaba Pablo VI tras la muerte de Juan XXIII, iba a cambiar el talante del episcopado español.

El 13 de diciembre de 1964 el embajador en el Vaticano Antonio Garrigues escribe a Franco y le pide que garantice la sucesión en la jefatura del Estado para evitar problemas con la Iglesia. El cambio social se apreciaba como inevitable. Los obispos españoles, la mayoría ancianos, iban a ser sustituidos por nuevos prelados que consideraban deseable la Democracia. Así Franco, que en su etapa final por encima de todo trata de evitar conflictos con la Iglesia, en el mensaje de fin de año a los españoles, aquel diciembre de 1964, asume "las tareas trascendentales del Concilio ecuménico".

El militar africanista que aceptaba el concepto de "cruzada" para referirse a la guerra civil, consideraba ahora "capitales" los cambios en la Iglesia mientras prepara la transición en el poder, según entiende Luis Suárez. De hecho no tardaron los obispos españoles en manifestar al Caudillo por carta su deseo de la reinstauración de la Monarquía.

Desde el punto de vista español, el Concilio Vaticano II se afronta como el acontecimiento más importante del siglo XX, se lee en las notas que recibe Franco de sus ministros. Por esa razón había colocado ante la Santa Sede a un embajador excepcional, con experiencia en EE UU, como Antonio Garrigues y Díaz Cañabate. Por el contrario, había desplazado a Joaquín Ruiz Jiménez, exministro, que participaba como perito en las sesiones conciliares, y se desviaba ya de la ortodoxia franquista para adentrarse en la democracia cristiana europea.

Mientras avanzan las sesiones conciliares, el conflicto entre aquella Iglesia española en transformación y el Régimen se tornaba permanente por el sistema de presentación de obispos a Franco. El Vaticano aprovecha el nombramiento de auxiliares, que se escapaban al control de jefe de Estado, para incluir a los prelados jóvenes más progresistas.

Al día siguiente de la clausura del Concilio, el 9 de diciembre de 1965, los obispos españoles explican por carta los cambios que se avecinan y sugieren a aquel régimen católico, apostólico y romano, que renuncie a su único privilegio del Concordato: el derecho de presentación.

El recorrido episcopal de Pildain tras el Concilio Vaticano II iba a ser corto. Las nuevas normas de la Iglesia habían fijado la edad de jubilación de los obispos a los 75 años y el titular de Canarias presentó su renuncia al Papa Pablo VI ya con 77 y el Santo Padre la acepta en diciembre de 1966. Atrás quedaba un episodio para la historia de la Iglesia y de España con "aplausos, alegrías y lágrimas" para un irrepetible obispo de Canarias que lloró cuando el Concilio aprobó la Declaración de la libertad religiosa, por que, como confesó a sus hermanos en el episcopado, "yo enseñé lo contrario".

Y fue precisamente, un año después de la clausura, en ese diciembre de 1966, cuando la Nunciatura presentó seis nombres de obispos para la vacante de Pildain en Las Palmas. Los ministerios de Presidencia, Luis Carrero Blanco, y Justicia, Antonio María de Oriol, mostraron su rechazo a dos de aquellos: José Delicado Baeza y José Antonio Infantes Florido. En los informes de la policía y de los servicios de información de Carrero Blanco figuraban como buenos sacerdotes pero "enemigos del Régimen". Con todo, ambos ocuparon una sede episcopal. Infantes Florido llegó a Las Palmas de Gran Canaria en 1967.

Las seisenas, que no impedían el paso a la mitra, era el sistema contra el que se levantó Pildain en el Concilio, y al que el propio Pablo VI pidió a Franco, por carta en 1968, que renunciara. El Príncipe don Juan Carlos había asistido en Roma a la clausura del Concilio: el sucesor. España iba a ser una monarquía con los caracteres propios de una sociedad católica que decidía someterse a la nueva doctrina conciliar, según los planes de Francisco Franco. Así, según algunos el dictador iba a dejar "todo atado y bien atado". Aunque eso ya es otra historia.