¿A qué puerta debo llamar para encontrar la fe cristiana?

Primero a la puerta de Dios, que es el que nos da la capacidad de acoger la fe. Y, segundo, a la mediación histórica de Dios en la Historia que es Jesucristo, su Iglesia y los cristianos, que somos quienes la hacemos posible. Sin el testimonio cristiano es muy difícil sentir fe. El testimonio de los padres para los hijos, el de la vida cotidiana, es el camino. Pero, al final, uno es el que pasa o no. No hay ningún testimonio que pueda forzar a la fe. Sólo acompañar.

Y si la he perdido, ¿a qué puerta debo llamar para recuperarla?

Cuando uno pierde la fe debe descubrir la pobreza propia. No tener fe, aunque parezca una contradicción, es una falta de riqueza. Y es el no ser llamados por Dios. De alguna manera, si hay un cierto acto de humildad; en el buen sentido de la palabra de reconocer que nos falta alguien que nos guíe en la vida, firmemente volverá la fe. El volver a creer es decir me olvidé de que había una persona, Jesucristo, que me enseña con total libertad.

¿Se trata pues de un acto de introspección más que de lo que pueda decir un sacerdote?

Efectivamente. Puede ayudar que alguien te explique pero es más un acto de introspección como bien ha dicho usted. La fe es una riqueza, pero de seguimiento. La fe no crea superhombres sino hombres y mujeres que están convencidos de que la vida se realiza siguiendo a Jesucristo, con su forma de vivir, de sufrir, de morir, de estar con los pobres, de amar a los otros, de acompañar a los enfermos. Después, se pueden saber cosas. Pero antes que el catecismo se trata de conocer a una persona y seguirla.

Ha participado en la XIII Asamblea general Ordinaria del sínodo de obispos sobre La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. ¿Cómo debe ser esa evangelización en un mundo globalizado y con crisis?

Es un gran desafío. No se han dado soluciones, pero todas las Iglesias que han participado se han concienciado de la necesidad de presentar el Evangelio de una manera nueva para esta situación de globalización y de secularización. Es decir, de sus contenidos. Para entender el sínodo es bueno fijarse en la imagen final del mismo, que figura en el documento. Y es la figura de la samaritana. La samaritana es una gran parábola del mundo actual religioso. Una persona que busca, que tiene sed, que pregunta a Jesús aunque no le conoce. Y un Jesús que escucha sus problemas, sus demandas. Ya no se trata de Jesús predicando en el Templo de Jerusalén sino en el desierto. A partir de la sed que una persona tiene pero que en el encuentro con Jesús descubre quién es, y eso le cambia. Esa es en síntesis la imagen fundamental. Pero el sínodo también ha buscado maneras concretas de actuar. Iniciamos una nueva etapa en la Iglesia y no sólo es estar atentos a las cosas internas sino al mundo en el que se vive, a cómo se pude explicar de nuevo el Evangelio, descubrir la novedad. Estamos acostumbrados a que todo nos parezca normal pero el Evangelio no lo es. Ni la salvación ni Jesús. Tampoco los sacramentos. Redescubrir la originalidad del cristianismo es la tarea del siglo.

¿Quiere decir que los tiempos de evangelización acabaron y que la Iglesia espera ahora a que los fieles toquen a la puerta?

Es un poco eso. La Iglesia debe tener ahora una mirada más cariñosa y dialogante con el mundo, aunque haya cosas que para la fe no sean correctas. Se puede condenar el pecado pero no al pecador. La Iglesia es misericordiosa con todos y ese reencuentro con Jesucristo puede hacernos cambiar. Para los que siguen a Jesucristo, lo primero debe ser él y no las normas.

¿No perderá la Iglesia fieles?

Puede. Pero lo que no perderá será cristianos convencidos. Desde hace cincuenta años, el concilio ya subraya lo de un cristianismo más consciente. Es decir, que cuando uno se casa por la Iglesia lo hace convencido y no porque toca. Lo mismo con bautizar a los hijos. En este sentido, quizá podemos decir que seamos menos pero más militantes en el buen sentido de la palabra. Conscientes, claro, de que estamos en el camino.