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Gastronomía

Un cocido por Navidad

Desde Praga viajamos a Viena solo para comer Tafelspitz y tarta Sacher, iconos gastronómicos a los que se suma el Wiener schnitzel

Un cocido por Navidad

Hace más de cuarenta años, leyendo al maestro Néstor Luján, supimos de algunos cocidos extranjeros; aficionados como somos al hispano, nuestra memoria selectiva archivó el Sukiyaki japonés (sic), el Pot-au-feu francés, Hotch-pot irlandés y el Tafelspitz austriaco.

Desde entonces este último nos mantuvo expectantes; sobremanera porque abrigábamos la idea de que existía una influencia de los Habsburgo en la cocina española. En concreto, en el Cocido. Intuíamos que la "pelota", "albondigón", o "pilota" en Cataluña (hechos partiendo de miga de pan), en las sopas de ciertos cocidos o pucheros pudo ser la aportación de aquella familia austriaca, que sin currárselo se hizo con "un imperio donde nunca se ponía el sol". Después supieron crear uno, y hasta una civilizadísima cocina imperial. Que no fue el caso de España.

En esa cocina abundan las sopas, y en ellas las albóndigas con base en el pan. Especialidad bien austriaca y de latosa ejecución. El emperador Francisco José I, que era sobrio en el comer, según Gabriela y Harald Safellner, gustaba de las sopas; su almuerzo -que lo hacía solo con una pila de expedientes a revisar- "se componía de sopa de vacuno, de albondiguillas con mantequilla, bolas hervidas de carne (Knödel), o sopa de callos. Como plato principal solía haber caldo de carne de vacuno, hervida y cortada muy fina, y una pièce de boeuf garnie (Tafelspitz)..." Bien es cierto que nuestro admirado cocinero, el austriaco Herbert Eder, del Bamira -que es un portento haciendo caldos y albóndigas de pan, que aprendió de su madre- suele prepararnos Tafelspitz de un momento a otro: sin tiempo para hacerse con el exacto corte del buey: el kavalier spitz (punta del caballero), situado en la paletilla.

Estábamos en Praga durante la pasada Navidad y nos fuimos, el día 25, a Viena a comer Tafelspitz en el mejor y más antiguo de los cuatro restoranes Plachutta y tarta Sacher en el solemne hotel de mismo nombre. Las cuatro horas de tren se nos hicieron nada gracias al libro de Francisco Reyero para conmemorar los cien años del nacimiento de La Voz: Sinatra. Nunca volveré a ese maldito país; pues manteníamos vivos los recuerdos de un viaje a Nueva York, un mes antes, que dedicamos explorar el mundo de la mafia, y sin esperarlo aparecía siempre el italoamericano. Comimos en italianos como el Patsys, donde lo hacía él; o el P. J. Clarke's, donde solía llorar la lejanía de su ninfómana esposa Ava Gardner, que se había enamorado de la piel del toro y de sus toreros. O en steak houses como Sparks, a cuyas puertas acribillaron al capo de capos Paul Castellano, también conocido del cantante; o en Frankie and Johnny, en cuyas angostas escaleras fue ametrallado otro bandido. Visitamos el pequeño Museo de los gángsteres, cuyo bar fue un speakeasy (bar clandestino durante la Ley Seca) del mafioso Frank Hoffman y donde, años después, trabajaría tras su barra un jovencísimo Francis Albert. Fuimos al cementerio Saint John, situado en los confines de Queens, donde yacen Gotti, Genovese, Castellano..., algunos, amigos o conocidos del cantante, y asistimos a un concierto de Tony Bennett, en Nueva Jersey, que, en voz en off, presentó su amigo, colega y paisano. Así que nos seguían interesando las tribulaciones del discutido personaje.

El Plachutta nos impresionó. Todo funciona como una máquina alemana. Posee y mima el ganado vacuno que cocina. Es grande, limpio, ordenado, luminoso, y se llenaba y volvía a llenarse sin tregua. Una pared aparecía cubierta de fotos de famosísimos. Nuestra esposa ordenó el Wiener schnitzel y nosotros el Tafelspitz, especialidad de la casa que preparan a miles con la auténtica receta de Francisco José I. Y tras cinco minutos estaban en la mesa; el dorado filete empanado llegó con guarnición de sabrosa kartoffelsalat y el Tafelspitz en una cacerola de cobre, plena de caldo fragante, con zanahorias y nabos así como un par de gruesas lonchas de carne de buey. Aparte, papas sancochadas hechas virutas y doradas en mantequilla (las hash brown potatoes de los huevos fritos de los desayunos de los baretos neoyorquinos o un rôsti sin montar) y un bowl con repollo cocido trinchado y mezclado con crema. Y como aderezos, dos salsas: una especie de mayonesa con cebollino picadito, conocida como Remulade y meretich (rábano rusticano) rallado mezclado con compota de manzana. Y seguimos el ritual: bebimos tazas de un caldo suculento, reparador y calentito, y atacamos luego el tuétano, que primero esparcimos sobre una rebanada de pan negro ad hoc.

Finalmente, siguiendo con la liturgia que exige el platonazo, sacamos los filetes del cazo, los cortamos en cachitos y los untamos con pizcas de una u otra salsa; y al momento de depositarlos en la boca ya estábamos asiendo porcioncitas de aquellas papas o de aquel repollo. La carne nos sorprendió no por su sabor -que generosamente lo cede al caldo- sino por su singular textura. Es la centroeuropea cultura del buey hervido, que cantaron sólidos gastrónomo como Julio Camba o Xavier Domingo.

Y salimos con la conciencia tranquila: con la certeza de haber cumplido un viejo deseo. "Hay edades en las que un capricho es una urgencia", dice un sarcástico amigo. Y entonces echamos una miradita al cielo, por si nos saludaba don Néstor. ¿Y por qué no? Era el día de la Navidad. Mas ni un mal pajarito nos brindó un pío pío. Y tras caminar unos 12 minutos estábamos ya en el hotel Sacher con sendos trozos de la famosísima tarta de chocolate y una hora después, cómodamente sentados en el tren. Ansiosos estábamos por reencontrarnos con aquel golfo italoamericano, que el Generalísimo expulsó del "maldecido país", y darle otra dentellada a su libro. El tiempo se fue volando. Fue la justa compensación a un impenitente gastronómada.

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