El riesgo de los documentales que glosan la vida y obra de un artista es incurrir en tratados de encumbramiento o que transformen a la persona en un personaje. Pero este no es el caso de El pintor de calaveras, de Sigfrid Monleón, cuyo mérito no es sencillo, sobre todo, tratándose de una figura tan carismática y querida como Pepe Dámaso.

El gesto de donar la totalidad de su patrimonio artístico a Canarias es el hilo conductor de este filme pausado que enhebra distintos paisajes, episodios y reflexiones en el entorno del pintor agaetense, siguiendo sus pasos en ese tramo final del viaje, a ratos sereno, a ratos introspectivo, de su larga vida.

La naturalidad con que Dámaso se desenvuelve ante la cámara conmueve desde el comienzo: su gesto cuando abandona el Hospital Negrín, en la primera escena; su sonrisa traviesa al relatar que fue engendrado en las plataneras, sus recuerdos de César Manrique, otros tantos de Juanita, el vuelo de su cometa, Muerte, recortando la orografía grancanaria, o su mirada perdida en el infinito de Guayedra, quizás reencontrándose consigo mismo.

El pintor de calaveras es más que Dámaso y, por eso, es Dámaso en esencia, porque trenza temporalidades de pasado y de presente, mitos, cultura aborigen y literatura, anécdotas e improvisaciones, y los paisajes de la isla como condición aislante pero también de búsqueda de la libertad a través del arte. Y todo esto es Pepe Dámaso.

El acierto más cinematográfico es que este imaginario de símbolos damasianos es filmado por el propio artista desde dentro del rodaje, con una cámara de Súper 8 que cristaliza sus impresiones en imágenes, y que Monleón intercala en el montaje de la película junto a otros fragmentos de la filmografía del pintor. El resultado es una miscelánea de instantes, lugares y silencios, que pintan un viaje a través de vivencias y estados de ánimos en todos los rostros de Dámaso: el existencialista, el vital, el nostálgico, el saleroso, el ingobernable, el soñador, el que duda, el que ama, el que pinta, el que siente, el que filma, el que se entrega, en definitiva, el que es. Y El pintor de calaveras nos abre una ventana a todos esos rostros de Dámaso, que miran desde el otro lado del cuadro.