El caleidoscopio cinematográfico que construye el alemán Christian Petzold en Transit constituye, como poco, el artificio más poderoso y enigmático en torno a las contradicciones, la pérdida y la desesperación de las personas en tránsito a otros países lejos de la sombra del fascismo.

El reputado autor de Phoenix vuelve a situarse en el contexto de la Segunda Guerra Mundial durantela ocupación nazi de Francia, pero une este paralelo del infierno con el de la realidad xenófoba de los refugiados europeos y el ascenso del neo-nazismo en la Marsella actual. Pero este es sólo el primer nivel del laberinto de espejos. Su protagonista, Georg (Franz Rogowski), un técnico de radio judío en plena huida en Francia, suplanta su identidad con la visa de tránsito de un escritor comunista con rumbo a México que se ha suicidado en un hotel, pero, de camino al consulado mexicano de Marsella, la mirada de Georg se clava en los elegantes zapatos de Marie (Paula Beer), quien busca a ese marido desaparecido que acaba de ser reemplazado.

Sus caminos se encuentran y se desencuentran en una ambientación que juega con la ambigüedad y la equidistancia temporal enhebrando reminiscencias atmosféricas de los años 40 en escenarios y situaciones actuales en la Europa contemporánea. Ambos se (¿re?)enamoran en este caos de identidades transitorias, cuyos paralelos se unen en unas palabras del escritor en fuga: "Cuando por fin llamas a las puertas del purgatorio, y preguntas si vas a ir al infierno, te respondes que has estado en el infierno desde que llegaste".

Y ese infierno es la nada en la que transitan los caminos del abandono y de la búsqueda en el más viejo y más actual de los horrores: vivir huyendo. En este espectro (anti)temporal, que se confunde y desdibuja de forma intencionada a cada giro, van entretejiéndose las distintas relaciones entre los personajes, a los que se incorporan el médico alemán Richard o el niño magrebí Driss.

Pero sus vivencias no dibujan un filme político, experimental o conceptual, sino todo eso y nada a la vez, con guiños a obras maestras del cine que oscilan desde Casablanca a Barry Lyndon, pero que no se parece a nada que se haya hecho antes. El acierto de este ejercicio de estilo de Petzold es que, al ir más allá de la metáfora y el género, no importa tanto la salida a ese laberinto como dejarse llevar por ese caos atemporal de espejos. Y como cierre, al fondo de los callejones sin salida, suena en los créditos Road to nowhere, de los Talking Heads.