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La carne misteriosa

Una vez más nos acercamos al 'beefsteak' perfecto, pero ¿existe?

La carne misteriosa A. NARANJO/M.H.B.

Aunque pueda parecer una boutade insistimos en que el alimento más complejo es un bocado inventado en la noche de los tiempos, un trozo de carne asada. Y por aquí creíamos que aquel culto neoyorkino, Maurice Dreicer, que a finales de los pasados sesenta pasó un tiempo en Las Palmas de Gran Canaria, en un deambular por el mundo buscando el beefsteak perfecto, era un estúpido; como dijera El Gallo: "Hay gente pa tó". Cuarenta años estuvo Dreicer viajando por sesenta países para encontrarlo.

Vestía con pantalón de esmoquin y guayabera de seda blanca y el pelo cano leonado; se movía en un Benz Mercedes descapotable, con un chófer teatralmente uniformado, acompañado por una beldad rubia, alemana, que era la atracción del reprimidillo colectivo masculino, y residía en el hotel boutique Villa Edén, situado en La Cornisa, ya desaparecido. Un "bicho raro", un estrafalario para la pequeña ciudad.

Hasta tal punto llamaba la atención que fue entrevistado para el Diario de Las Palmas por el versátil periodista Jorge Alemán, con quien hizo cierta amistad y hasta le llevó a alguna de sus aventuras carnívoras. Un día le convidó a cenar en el recién inaugurado hotel Oasis de Maspalomas; y, con su proverbial rigurosidad, introdujo un termómetro en el interior del solomillo y al descubrir que estaba frío llegó al paroxismo y le dedicó al maître tremenda filípica. Jorge llegó a ver su álbum de recortes de prensa, que portaba en el maletero de su auto junto a cajas de cigarros puros (solía fumar unos de 55 centímetros), una lupa (sic), el termómetro y un cuchillo para carne con mango de plata. Algunos de los artículos periodísticos eran bien ilustrativos, como uno de Kobe en donde se le veía agasajado por ganaderos.

Hace unos años, investigando, descubrimos que el excéntrico gastrónomo fue, por los pasados años cuarenta y cincuenta, un celebrado productor radiofónico en Nueva York; editor de revistas tipo Playboy y autor de los libros How To Talk Effectively y The Diner's Companion: A Guide To The Fine Art Of Dinning Out; una biblia gastronómica que vio la luz en unos años, los cincuenta, en los que Norteamérica comenzaba a refinarse, europeizarse, y se consolidaba como imperio; amén de trabajar de guionista en Hollywood y ser amigo de John Dospasos, J. Steinbeck o Hemingway. Pero lo que no hemos podido descifrar es porqué se vino con aquel cochazo a residir en nuestra ciudad, que no era, ni es, famosa por el vacuno.

Y les contamos también que hace unos meses, en un indisimulado mimetismo con Dreicer: la búsqueda del steak perfecto, viajamos a Altea para degustar auténtico buey; 115 euros pagamos por una solitaria chuleta de un kilo (según el patrón). Y elegimos ese asador porque habíamos visto un reportaje en la Primera que desvelaba los bulos y las estafas sobre el bóvido en España, concluyendo que el mentado figón era uno de los poquísimos que no daba gato por liebre. Y hace unas semanas, la carnicería Ibéricos Canarios, en San Francisco de Paula, por la zona de Tafira, nos llamó para anunciarnos que podía traernos buey certificado a 100 euros el kilo con hueso o a 120 sin él. Y nos vimos ante una incongruencia ¿Cómo era posible que en Ca'Joan, cargando un 300 por cien, cobrara 115 euros el kilo con hueso y un carnicero nos lo vendiera a 100 euros? Y hay más: si se observa la foto que ilustra esta entrega se advierte que más de la mitad del steak es grosura. Pues bien, aceptamos el envite y llevamos el trozo de lomo alto al veterano asador La Cabaña Criolla; en donde, tras cortarlo en gruesos steaks, los sellaron con mantequilla hirviendo y gotas de aceite y después el atento Mario, el parrillero, los terminó en las brasas. Sin embargo, esta carne no se parecería a la de Altea; tenía ésta un extraño color marrón (en lugar de un vivo rojo) y la textura y sabor también parecían un pedazo de jamón oxidado, mientras que la que degustamos aquí apenas se diferenciaba de la vaca vieja de alta calidad, madurada y marmolada, como la rubia gallega. Y, curiosamente, su grasa era blanca.

No queremos ser gafes, pero Mr. Dreicer confesó al final de sus días que no halló el steak perfecto. Murió en 1989, en su residencia de Fort Lauderdale, Florida, a los 78 años; una edad, si se quiere, venerable, que nada mal está si tenemos en consideración que le había dado sin tino a la carne roja asada (el coco de cardiólogos y oncólogos) y había sido, aparte de notable bebedor (también fue famoso por sus envidiables conocimientos de coctelería), un fumador empedernido. El próximo sábado seguiremos con más revelaciones sobre el buey. Esta vez lo trajimos de Galicia y también lo llevamos al veterano asador La Cabaña Criolla.

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