"¿Y ustedes?, ¿qué están leyendo ahora?" El periodista Nicolás Castellano y yo nos miramos un instante. Fue el pasado 25 de diciembre, Día de Navidad. Estábamos en el salón de la casa de Antonio Lozano en Agüimes, él acosado por la enfermedad pero siempre él, dispuesto a una sonrisa, a una buena charla, al arte de la escucha. Nosotros contentos de verlo al fin tras recibir malas noticias sobre su estado, conscientes de su gravedad. En pocos días yo regresaba a Senegal y flotaba en el aire como una sensación de despedida que tratábamos de alejar a golpe de anécdotas e historias que contábamos entre risas.

"¿Qué están leyendo?"

Antonio Lozano amaba la literatura, las buenas historias bien contadas. La primera vez que lo vi, iba en cholas y bermudas. Fue en el albergue de la playa del Cabrón donde se alojaban los teatreros que este cuentista encantador hacía venir de todos los rincones del mundo. No sé cuántos años hace de aquello. Muchos. Yo era un joven periodista que empezaba a fascinarme con esa África que palpita en nuestro costado de manera inadvertida y Antonio era ya un referente para mí, una especie de guía que alumbraba el camino, un genio de la lámpara. Su festival de teatro de Agüimes era como una luz a la que íbamos a revolotear las luciérnagas.

Nuestros caminos se fueron cruzando anudados por este continente. Compartimos tres ediciones del Festival Periplo, en Puerto de la Cruz, y nos volvimos a encontrar en Bamako durante el estreno de su obra Me llamo Suleimán, dirigida por Mario Vega e interpretada por Marta Viera. Sereno, paciente, cargando cada palabra con el sentido preciso, Antonio Lozano nos fue abriendo postigos para asomarnos a otra realidad, la del África literaria de Ken Bugul, de Thierno Monenembo, de Sami Tchak, pero también la que resiste, la de Thomas Sankara o Aminata Traoré.

Cogido de su mano novelesca viajé a Uagadugú, a Tombuctú y a Bagdad, nada menos, me adentré en los caminos de los jóvenes que viajan por el desierto con el sueño de Europa en la mirada, me subí en una máquina del tiempo y me trasladé al Imperio mandinga y al bosque guineano donde se redactó el Kurukan Fuga. Antonio saciaba aquella sed de siglos. Comprendió antes que casi todos cuan necesitados estamos de puentes, de árboles de la palabra bajo cuya sombra escucharnos, de la importancia de volver a África no como colonos sino con la humildad del que necesita entender.

Aquella tarde del día de Navidad nos contaba que ya le costaba coger un libro, que se cansaba del esfuerzo. Pero hasta en ese momento, impenitente lector, quería escuchar esas historias que tanto le fascinaban en boca de otros.

Su extensa obra, tanto como traductor como escritor o como autor teatral, estará siempre ahí, acompañándonos. Pero su amistad, el regalo de su conversación, su respeto por los demás, su eterno esfuerzo de comprensión, su curiosidad y su energía vigorosa y creativa, tan contagiosa, son incluso un mejor legado. Que la tierra te sea leve, hermano.