Hace dos días un gran hombre partió. Un hombre que no era de compromisos, era de gestos sentidos; no era de protocolos, era de actos solidarios; no era de medallas, era de despojarse del materialismo ayudando a los más necesitados; nunca dio limosnas pues nunca dio sobras; siempre dio parte de lo que tenía, no creía en Dios. Su religión fue el amor, la solidaridad, la educación como la mejor herramienta para acabar con la miseria.

Este hombre carente en momentos de ciertos hábitos, creativo, soñador, desordenado, me hizo creer que el cambio era posible, que había que sembrar, siempre decía con una sonrisa y lleno de energía y amor "hay que sembrar". Este hombre no pasó desapercibido por la vida de nadie que tuvo el placer de conocerlo, humilde, con proyectos, maestro albañil, artista, alquimista, generoso hasta decir basta, reflexivo, profundo, revolucionario, coherente, luchador hasta su muerte. Este hombre, sí, este hombre existió de verdad y se llama Gregorio Montesdeoca Rivero, y es y será mi padre. Porque sus acciones seguirán manteniéndolo vivo en todos los que dejó la suficiente huella de amor de conciencia y de sentido común para que esto no se pierda.