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La culpa de la obesidad es el tamaño del cerebro

Todo, o casi todo, en los seres vivos se puede explicar a través de la energía. La necesitamos para estar vivos y para reproducirnos, que es una forma de estar vivo como especie. Y cada una tiene una estrategia. La de los ratones es la reproducción, en ello concentran la mayor parte de la energía. Se reproducen a las pocas semanas de nacer, tienen camadas con mucha frecuencia y muy abundantes, y mueren pronto. En el otro extremo, los primates gastan mucha energía en construir su cuerpo y mantenerlo y menos en reproducirse: lo hacen cada varios años y solo una cría de promedio. Naturalmente, la disponibilidad de energía modifica estas premisas. Los biólogos nos dicen que la plaga de jabalíes tiene que ver con la facilidad con que encuentran alimentos: bien nutridos se reproducen mejor y tienen más probabilidades de que las crías sobrevivan. Hay una realimentación positiva que se manifiesta con más claridad en las especies muy prolíficas, como los ratones. En un medio favorable se reproducen a tal velocidad que pronto lo agotan, o son víctimas de epidemias facilitadas por el hacinamiento. Entonces el bucle positivo se interrumpe, una regulación del crecimiento externo a la especie.

El ser humano es peculiar. Su periodicidad de reproducción es más corta que la de sus primos del mismo tamaño, apuesta por esa estrategia. A la vez el tiempo dedicado al crecimiento es muy largo: apuesta por su supervivencia. El conflicto se resuelve porque la madre, mientras amamanta a su último bebé, cuida de un niño incapaz de procurarse alimento y refugio: creación de familia.

Qué fuerzas evolutivas o qué oportunidades aprovecharon aquellos homínidos que desarrollaron estos rasgos. Lo más probable es que tenga que ver con el cerebro.

Todo el mundo sabe que hay una relación entre el tamaño corporal y el cerebro. Es lógico. Si el cerebro se informa y regula el organismo, cuanta más masa tenga que organizar, mayor tamaño. No es una relación exacta, por eso se habla de índice de encefalización: resulta de dividir el tamaño real del cerebro por el que predice el tamaño corporal. En el chimpancé es 2,1 y en los humanos 5,1. O sea, que los primates ya tienen un cerebro mayor del que precisan únicamente para regular las funciones corporales, seguramente porque lo emplean para otros fines. De ahí esas capacidades que día a día descubren los primatólogos.

Lo de los humanos es algo excepcional, una aparente desviación de la norma. Todo tiene que ver con cómo hemos sabido aprovechar la energía disponible. Para algunos se produce un bucle de realimentación positiva: el cerebro más grande se las ingenia mejor para conseguir energía y al tener más energía crece, con lo que tiene aún más oportunidades de encontrar o producir energía para alimentarse. Pero en mi opinión esto no puede ocurrir así porque para que se produzca un crecimiento hereditario del cerebro se han de modificar los genes que lo gobiernan, no vale que el padre haya comido mejor y más. Tiene que ocurrir una mutación que facilita ese tamaño que a la vez le da dos ventajas: que sobrevive más y se reproduce más, en resumen, que sobrevive lo suficiente como para reproducirse más que los otros hasta desplazarlos.

El ser humano no solo tiene el cerebro más grande, en relación a su tamaño corporal, de todos los mamíferos, además es el animal más gordo. Lo ha sido siempre, excepto en periodos de hambruna. El bebé humano tiene al nacer un 15% de grasa, el del chimpancé el 3%. Los adultos cazadores recolectores tienen el 10% de grasa, las hembras el 15%. Todo esto tiene una explicación: el cerebro. Y una que subyace: la energía.

El cerebro es un consumidor ávido y constante de energía. Nunca está en reposo y cuando más activo está apenas incrementa el gasto. Consume azúcar, sin ella se muere. Asegurar ese aporte constante es un reto. De ahí que la evolución no haya primado su crecimiento, excepto en el ser humano porque gracias precisamente a su tamaño puede asegurar ese aporte constante. Pero para ello, además de imaginar estrategias, tuvo que modificar su metabolismo y aprender a almacenar energía en forma de grasa. Ahí está el depósito que alimentará el cerebro entre comidas, que puede ser mucho tiempo, una vez el hígado la convierte en azúcar.

En resumen, la estrategia de nuestra especie para sobrevivir fue invertir en el tamaño del cerebro. Gracias a su capacidad, hemos podido superar las dificultades para encontrar comida, para prepararla e incluso para crearla, además de diseñar estrategias de defensa contra los peligros. Pero el cerebro necesita constantemente energía, mucha energía. Para asegurar su manutención tuvimos que especializarnos en crear depósitos de grasa. Ahora esto se ha vuelto en nuestra contra. La epidemia de obesidad es quizás una consecuencia de la opción evolutiva que tomó " H. erectus" para convertirse en " H. sapiens".

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