La materia que conocemos se ha formado en las estrellas, que fabrican átomos estables e inestables, al tiempo que generan radiación. Pero las estrellas no encapsulan sus productos, ya que nacen, viven y mueren esparciendo materia y radiación por el espacio. Por ejemplo, el Sol se desprende anualmente de un billón de toneladas de materia y de una ingente cantidad de radiación.

La actividad estelar crea un fondo radiactivo en el Universo. Por un lado, los átomos inestables se descomponen para dar otros más estables, lo cual genera radiaciones energéticas (radiactividad) y, por otro, la radiación procedente de las estrellas (radiación cósmica) atraviesa el espacio provocando reacciones nucleares.

Nosotros no nos libramos de esa radiactividad; al contrario, la zona habitada del planeta está sometida a un flujo radiactivo continuo, que proviene tanto de la masa rocosa como del exterior.

La radiactividad de las rocas se debe a los isótopos radiactivos que quedaron ocluidos en la masa que formó la Tierra hace unos 4550 millones de años, esta radiactividad ha disminuido progresivamente, puesto que los átomos muy inestables se han ido descomponiendo con el tiempo. Sin embargo, aún quedan muchos isótopos radiactivos de larga vida, entre los que destacamos los constituyentes de las series de desintegración del uranio y del torio, y otros como el potasio 40, que se encuentran en las rocas, incluidas las piedras y materiales con los que construimos nuestras casas.

Uno de los isótopos radiactivos más abundantes en las rocas es el potasio 40, que supone el 0,022% de la corteza terrestre. Ese potasio se solubiliza e introduce en ríos, lagos y mares, de modo que, por ejemplo, se encuentra en el agua que bebemos. También está presente en el agua del suelo, desde donde es absorbido por las raíces de las plantas y se incorpora a los vegetales, siendo especialmente abundante en los tubérculos (papas o zanahorias) y en los frutos secos. Dada su omnipresencia, el potasio 40 es uno de los isótopos que más contribuyen a aumentar la radiactividad a la que estamos sometidos.

Esa no es la única radiación que nos alcanza, ya que somos bombardeados desde el exterior por una radiación cósmica con energía suficiente para esterilizar el planeta, puesto que es capaz de romper no sólo las moléculas biológicas, sino también los átomos. Afortunadamente existen dos potentes frenos frente al avance de esta radiación, el primero es el campo magnético terrestre que desvía las partículas con carga eléctrica, impidiendo que muchas de ellas penetren en la atmósfera; el segundo freno es la propia atmósfera.

Cuando la radiación cósmica choca con la materia atmosférica, se destrozan algunos núcleos atómicos y se generan isótopos radiactivos, el más importante es el carbono 14 que acaba por llegar a la superficie y se integra en todos los organismos vivos, incluyendo nuestro cuerpo y nuestros alimentos.

La radiación cósmica va frenándose a medida que penetra en la atmósfera, por lo que su intensidad aumenta con la altura; de forma que, por ejemplo, a 10000 metros de altura es unas 60 veces mayor que a nivel del mar. Esta radiación atraviesa con relativa facilidad los muros de nuestras casas e incluso nuestro cuerpo, por lo que no hay lugar en donde ocultarse de ella, a no ser que nos metamos en el subsuelo en donde esta radiactividad disminuye, pero aumenta la que se deriva del uranio y el torio.

Vivimos inmersos en un mundo radiactivo del cual no podemos escapar, nosotros mismos somos radiactivos, ya que el potasio 40, el carbono 14 y otros isótopos inestables se incorporan a nuestros cuerpos a través del agua y los alimentos. Sin embargo, no debemos temer los efectos de la radiactividad natural, porque después de 3000 millones de años de evolución biológica, todos los seres vivos nos hemos acostumbrado a ese nivel radiactivo.

Maria Jesús Mediavilla. Profesora Titular de Universidad. Departamento de Química de la ULPGC.