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El poder de la palabra

Escuchaba a la antropóloga Escalante decir que los Yaraguas, la etnia con la que había convivido varios años en el delta del Orinoco, no tienen un sistema de aprendizaje formal: nadie les enseña, aprenden observando, van siempre con sus padres y ven como pescan, como recolectan, como construyen. Es, pensaba, como si para ellos el poder de la palabra como trasmisor no tuviera valor. Sin embargo, Escalante nos mostró una película realizada por la Fundación LaSalle en la década de 1950, cuando supuestamente aún no había recibido ese pueblo el influjo de la cultura criolla, donde hacían un relato mítico de su origen y de su cultura. La palabra sí que tiene poder para explicarse quienes son y de donde vienen.

En el otro extremo del mundo, donde creía haber llegado Colón, el partido de gobierno está reescribiendo la historia, una historia que sustenta el nacionalismo hindú en contraste con otras culturas con las que convive. El primer ministro, Modi, ha afirmado que el grado de desarrollo de la cultura hindú antes de la contaminación, por la budista primero y la islámica más tarde, era tal que habían logrado un trasplante de cabeza. Se refiere a Ganesha, que guardaba la puerta de Parvati, y sufrió el castigo de decapitación por no ser diligente, pero perdonado por Shiva, esposo de Parvati, decidió colocarle la cabeza de un elefante, el primer animal que apareció delante de ellos. El disparate de esa confusión entre mitología e historia va más allá. En el Congreso Nacional de Ciencia de este año, en la India, se discutió cómo una mujer que aparece en el Mahabarata dio a luz a 100 hijos: se demuestra lo avanzado que estaban las técnicas reproductivas. Fue donde el prestigioso Dr. Rao afirmó que la investigación en células madres ya se hacía allí hace miles de años. Los mismos ministros de ciencia y educación superior realizaron sorprendentes declaraciones, como por ejemplo que miles de años antes que Einstein, en la India se había descubierto la teoría de la relatividad con fórmulas más sofisticadas.

Lo más sorprendente de todo esto es que tanto la identidad como la religión hindú es una construcción de los británicos fruto de la necesidad de explicar una cultura tan compleja. Ese es el poder de las palabras. En 1817 Mill publicó una historia del subcontinente en la que afirmaba que siempre había habido dos naciones separadas: la hindú y la musulmana en constante conflicto. Así entendieron los colonizadores el país y así se entendieron a ellos mismos, los indios. Pronto surgieron dos movimientos, precisamente los que dan origen al Pakistán islámico y a la India supuestamente hinduista. Es la savia que nutre al partido en el poder. Su propósito es descontaminar la pureza aria, pues identifican esta etnia con el hinduismo, de las influencias nefastas del islam.

La idea de pureza y felicidad en el origen es la misma que nos trasmiten algunos antropólogos cuando emocionados nos hablan del equilibrio que los pueblos que estudian mantenían con la naturaleza antes de que la cultura occidental, u otra, los contaminara. En el extremo está la idea de la raza pura, superior, como es la aria. Una idea que ni siquiera como etnia se sostiene pues las investigaciones genéticas, con sus reservas, demuestran que aquellos arios de hace 2500 años eran una mezcla de pueblos asiáticos.

Uno ve el mundo, y lo explica, a través de su cultura, de esa red con la que lo capturamos. Los británicos necesitaban entender el mosaico móvil de la religión hindú. La atraparon con las claves descriptivas de las religiones occidentales. Y los propios hindús se apropiaron de esas explicaciones convirtiendo en algo rígido lo que hasta entonces tenía ese carácter adaptable y evolutivo, nada impositivo. Supongo que la penetración de la cultura occidental, más organizada y mejor financiada, provocó que los indios necesitaran un relato lineal y único comparable al del cristianismo o el islam. Se construye así una identidad que reclama el origen ancestral en la fundación de ese pueblo. Es la pristinización, la misma que los conservadores de monumentos proponían: regresar al estado original demoliendo añadidos, reconstruyendo lo modificado. Unos retiran piedra, pinturas, otros excluyen o expulsan personas.

A muchos nos inquieta el nacionalismo. Es natural, y saludable, que la personas se sientan identificadas y comprometidas con su lugar. Solo así sobrevive ese pueblo, esa cultura. De ahí, supongo que todos hayan inventado relatos que les dan un origen mítico y casi siempre superior. Eso era necesario en el origen de cada pueblo, les unía y hacía fuertes frente a las amenazas del medio, incluidos otros pueblos. Ahora ya no precisamos esos cuentos. La historia y la ciencia explican nuestro origen. Pero la palabra sigue teniendo el mismo influjo para construir identidades por contraste y oposición que obligan a excluir. El poder de la palabra, tan estudiado en medicina. Hoy ya hoy forma parte del currículo de la carrera porque conocemos la responsabilidad que tiene el médico en su uso. Imposible trasladar esto a la política.

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