Cuesta una vida entera levantar una reputación, pero bastan unos días para hundirla. Una máxima que podría aplicarse a Plácido Domingo, uno de los grandes mitos vivientes de la ópera. A finales del mes pasado el tenor madrileño aceptó finalmente "todas las responsabilidades" por el comportamiento que ha empañado su nombre en el ocaso de su carrera y pidió disculpas a la veintena de mujeres que le acusaron de acoso sexual dentro y fuera de los escenarios. "Quiero que sepan que siento verdaderamente el daño que les he causado", señaló después de que una investigación independiente diera credibilidad a las alegaciones y dejara en evidencia el poder tentacular que Domingo mantiene sobre la industria de la música clásica.

Fue un momento revelador, lo más parecido a una confesión y una disculpa con todas sus letras. Por más que llegara tarde, tras mantener durante meses que las acusaciones eran "inexactas", las interacciones "consensuadas" y el afán periodístico por saber la verdad, una campaña para destruir su reputación. "Antes lo negaba, luego era una víctima, ahora busca la redención", le apuntó a Associated Press (AP) la soprano uruguaya Luz del Alba Rubio, la última mujer en acusar al español. Algo que solo se han atrevido a hacer tres de ellas. "Siento que hemos conquistado a Goliat. No tenemos que tener miedo a hablar abiertamente", apostilló como si se hubiera liberado de un terrible secreto.

La uruguaya, afincada en Nueva York, tenía 29 años cuando Domingo la vio cantar en Roma (Italia) en 1999 y la invitó para trabajar en la Ópera Nacional de Washington, en la que era director artístico. Aquel iba a ser su debut en Estados Unidos tras estrenarse un año antes en varios festivales europeos. En el libreto, el Parsifal de Wagner, interpretado por uno de sus grandes ídolos. Pero Domingo empezó a llamarla, generalmente de noche, a buscar sus comisuras cada vez que la besaba o a tocarla más afectuosamente de lo debido. "Era enfermizo", ha relatado.

Una noche la invitó a su apartamento para revisar el vídeo de una actuación y trató de comérsela a besos. "Maestro, no puedo hacer esto, no soy ese tipo de persona", le habría dicho para quitárselo de en medio. Ya no volvió a ser contratada por la ópera de la capital ni llegaron a materializarse los papeles prometidos. Rubio no se atrevió a hablar hasta que el Sindicato de Artistas Musicales Americano (AGMA) confirmó que las acusaciones vertidas desde el verano pasado eran algo más que ruido interesado. Habló de "conducta inapropiada, desde flirteo a insinuaciones sexuales", pero no hizo pública su investigación, supuestamente para proteger las carreras de las víctimas y los testigos de posibles vendettas.

"El miedo a las represalias es real", admitió el director del sindicato, Leonard Egert. Muchos secretos tienen la vida corta y la agencia AP no tardó en averiguar que 55 personas habían hablado con el sindicato y 27 de ellas afirmaron haber sido objeto o testigos del acoso de Domingo. Nada menos que en el espacio de dos décadas.

La parquedad del sindicato es quizás la mejor prueba de la influencia de Domingo sobre el sector, de su poder para silenciar voces y dejar carreras en la estacada, una de las denuncias más recurrentes de sus víctimas. "Merezco ver ese informe", protestó Patricia Wulf al conocer que no se haría público. "La AGMA tiene que protegernos de esta clase de depredador". La mezzo estadounidense, retirada de la escena tras una carrera centrada en Norteamérica, fue la primera en dar la cara. Un paso que siguió la soprano Angela Turner Wilson.

La desazón de todas ellas no hizo más que aumentar cuando se publicó que el sindicato le había pedido medio millón de dólares al artista a cambio de rebajar las conclusiones del informe con un acuerdo extrajudicial. El acuerdo descarriló, pero no la batalla de las tres mujeres.